Columna de Eduardo Fuentes: Seguridad y subsidiariedad



La crisis de seguridad tiene muchas aristas, pero sin duda una de las principales es la actitud de nuestros gobernantes al respecto. A pesar de sus recientes esfuerzos, para nadie es un misterio la posición que el bloque oficialista tuvo para con los carabineros durante años. El culto que se le rindió al funesto “Negro Matapacos” en el estallido social, los llamados a refundar la institución, el constante desprecio por la labor policial, entre muchas otras manifestaciones, dejó en evidencia lo que muchas de nuestras actuales autoridades pensaban entonces. Ahora intentan resarcir el daño causado con declaraciones, pero sus acciones pasadas siguen frescas en la memoria de todos los chilenos.

¿Por qué al gobierno le ha costado tanto abordar, incluso a nivel de discurso, esta crisis? De seguro hay muchas razones, pero me interesa reparar en una: su concepción de la autoridad política. Dicho de otro modo, la razón de por qué tenemos Estado. En ningún lugar se notó mejor esa concepción que en el borrador de la fallida Convención, apoyado fervorosamente por el gobierno. El Estado era concebido como un gran organizador, involucrado en innumerables aspectos de la vida social, interviniendo en las asociaciones públicas y privadas con el objetivo de establecer la “igualdad sustantiva”. Para lograrlo era necesario abandonar la subsidiariedad, puesto que la libertad que ella permite a los privados —esto es, a los ciudadanos— atentaría con la igualdad que el Estado debía buscar.

Entender así el papel del Estado conlleva en la práctica olvidar los aspectos más “mundanos” de la labor estatal, como mantener el orden público. Si bien en abstracto es posible preocuparse de la seguridad al mismo tiempo que se busca transformar la vida social, avanzando en la “igualdad sustantiva”, en la práctica es bastante difícil. Y la vida no es abstracta, como ha descubierto el oficialismo. Lo que lleva más de una década ocurriendo es que un sector político ha puesto todos sus recursos en la promoción de un Estado interventor y ha menospreciado sus labores de orden público que sí son la tarea fundamental e indelegable del Estado. Todavía peor, la discusión pública lleva más de una década enfrascada en los términos impuestos por ese sector.

Es tiempo de volcar las fuerzas a las tareas propias del Estado. La promoción del bien común, su fin y justificación, requiere en primer lugar mantener las condiciones para que los ciudadanos podamos realizas nuestras actividades y hacernos responsables de nuestras vidas. Dichas condiciones son, por muy poco atractivas que parezcan, en primerísima instancia la seguridad y el orden público. El Estado debe sobre todo preocuparse de garantizar un ambiente en el que podamos desarrollar nuestros proyectos, y no de cómo ajustarlos a un estándar de “igualdad sustantiva”.

Lo anterior implica retomar la subsidiariedad como principio político. Ella nos señala las competencias propias del Estado y de las comunidades intermedias, ordenando sus acciones y estableciendo prioridades. Por un lado, el Estado no debe traspasar sus atribuciones e inmiscuirse en los fines y actividades propias de las organizaciones de la sociedad. Por el otro, debe cumplir celosamente lo que le es propio: resguardar las condiciones en que los ciudadanos podemos desarrollarnos. La existencia del Estado se justifica primordialmente por la imposición de un Estado de Derecho. Sin eso no es posible el florecimiento humano.

En momentos de crisis vale la pena detenerse a pensar en nuestras instituciones. Sin restarle en absoluto la importancia a otras medidas, es crucial que tengamos claro cuáles deben ser las prioridades de las autoridades. Aunque parezca una pura reflexión teórica, las consecuencias de perder de vista las responsabilidades propias del Estado se pagan muy caro. En este sentido, comprender el papel arquitectónico de la subsidiariedad podría ayudar a las autoridades a entender cuál es su rol, y en qué dirección deben avanzar.

Frente a esto se podría decir que es posible “caminar y mascar chicle”. Sin embargo, para eso hay que ya haber aprendido a caminar a paso firme y seguro, no sea que se termine tropezando y atragantándose.

Por Eduardo Fuentes, investigador Faro UDD