Columna de Enrique Correa: Chile se partió en dos en 1973
Tan profundo fue el cisma que nos costó décadas volver a encontrarnos, a sentirnos de nuevo parte de una misma comunidad, participar de una misma historia, de un mismo destino.
Cada uno se aferró a sus verdades, a sus ideologías, cerrando sus oídos a los que pensaban distinto.
Todo se dividió, incluso las familias, incluso las iglesias. El conflicto derivó en confrontación y la confrontación en crisis.
Todos los intentos del Presidente Allende y de parte de la oposición, encarnados y representados por Patricio Aylwin, futuro presidente de Chile, buscando un dialogo y un acuerdo sentados a la mesa a la que los invitó el Cardenal Silva Henríquez, fracasaron. Se impuso la intransigencia por encima de la razón en ambos lados. En la propia coalición de gobierno no todos respaldaron al Presidente. Cuando la política fracasó, triunfó la violencia y la violencia siempre golpea a los más débiles.
Los sueños de grandes cambios, que inspiraron al gobierno del Presidente Allende y también al del Presidente Frei Montalva, se interrumpieron. Las inmensas esperanzas que despertaron en la gente, especialmente en los más pobres, fueron sueños que se transformaron en pesadillas.
El golpe, el retroceso violento venía de lejos. Todos sabemos que en la principal potencia del mundo de ese tiempo, los Estados Unidos, se decidió que los cambios en Chile podrían romper los equilibrios de la guerra fría y por tanto había que hacer todo, lo posible y lo imposible, por impedirlo. Todavía la tragedia chilena es una mancha en los cien años recién cumplidos por Henry Kissinger.
Pero con todo, la suerte no estaba echada, los golpistas eran fuertes y cada vez más fuertes, pero si los líderes de entonces hubiesen sido capaces de construir acuerdos, por mínimos que fueran, si toda la coalición del gobierno hubiese cumplido con su deber y respaldado al Presidente, todo habría podido ser distinto.
Ojalá, es fue una gran lección que aprendieron y aplicaron los líderes políticos de los 90′, ojalá nunca más la intransigencia nuble la razón. La violencia ahogue la política y olvidemos que sólo en los acuerdos el país basa su viabilidad. Sin acuerdo no somos viables. Sin acuerdos sólo repetiremos la historia una y otra vez.
Un asunto de la época que resulta relevante es que el Chile de ese tiempo vivía tiempos de cambios. Esos tiempos los catalizaron dos grandes proyectos, la revolución de libertad del Presidente Frei Montalva y la vía chilena al socialismo del Presidente Allende. Esos proyectos no se conjugaron sino se enfrentaron, como si fueran radicalmente opuestos. Esa también fue una lección que la oposición a la dictadura supo recoger en las décadas de los 80′ y los 90′. Unir a las fuerzas del cambio y no dividirlas fue el primer paso para los tiempos virtuosos que vivimos cuando la democracia regresó.
Volvamos al 73, en ese tiempo, cuando el dialogo se terminó, los adversarios se convirtieron en el enemigo y el alma de la coalición gobernante se dividió, vino lo peor de todo. El golpe.
Un golpe de estado es un crimen, aquí y en cualquier parte del mundo. Es lo peor que nos ha ocurrido, peor que la guerra civil del 91 y peor, para qué decir, que la dictadura de Ibáñez. El presidente muerto, las sedes de gobierno democráticos bombardeada. Todo como si fuera un apocalipsis, que nunca más quisiéramos vivir. Reitero, nada es peor que un golpe de estado, no hay razón que lo justifique, ni contexto que lo explique.
Después del golpe el nuevo poder se impuso por la fuerza y se inició un largo periodo de violación cotidiana de los derechos humanos, partiendo por el más básico, el derecho a la vida.
Era previsible, el golpe derrocó a un gobierno que tenía el apoyo de la mitad del país. En la elección de marzo de 1973, había obtenido el 44% de los votos. Sólo la violencia ejercida por el estado podía mantener al régimen. Pocos pudieron alzar la voz. Se distinguió la iglesia y las iglesias que defendieron, con grandes riesgos, los derechos de la gente, salvando vidas, protegiendo familias, tratando de despertar a los tribunales que parecían adormecidos.
Así las cosas, esa experiencia fue y es la primera enseñanza de los que reconstruyeron la democracia. Ojalá todos nos uniéramos en un juramento. Nunca más un golpe de estado, nunca más ejecutar un golpe de estado, nunca más alentarlo, nunca más facilitarlo. Pareciera simple, pero no lo es tanto.
Difícil, aunque indispensable es trazar la delgada línea entre las diferencias propias de la vida democrática y la confrontación. De algún modo el país logró, en las primeras décadas de la democracia, y trazar y reconocer ese límite. Privilegiando siempre el acuerdo y temiendo siempre a la confrontación.
Construir acuerdos, temer a la confrontación, aislar a la intolerancia, cuidar el lenguaje y separar aguas con la violencia, pareciera ser el aprendizaje principal que hicimos después de tanto dolor.
Ojalá no lo olvidemos. Siempre podemos ser mejores, pero siempre corremos el riesgo de ser peores.
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