Columna de Ernesto Ottone: Cincuenta años
Han transcurrido 20 años desde la conmemoración del 30 aniversario de la tragedia para nuestra democracia que significó el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.
Me correspondió participar en las actividades y en la generación del significado de ese momento. Solo habían transcurrido trece años de gobiernos democráticos y los efectos de la larga dictadura que los precedió eran más cercanos.
Sin embargo, el tono de esa conmemoración fue solemne y sereno. Eran tiempos en que el mundo atravesaba momentos más esperanzadores, el proceso de globalización estaba aun lejos de su fase triste y en América Latina predominaba todavía una cierta atmósfera más cercana a la convivencia democrática.
Chile estaba en la mitad de un tercer gobierno exitoso en llevar adelante un impulso propulsivo que lo había colocado a la cabeza de la región. Se trataba de gobiernos reformadores que unían el crecimiento económico a la búsqueda de una ampliación del bienestar social, de reforzar el funcionamiento de la democracia, las virtudes republicanas y por expandir las libertades democráticas y las garantías de los derechos humanos.
El método de gobierno elegido era de avanzar de una manera gradual y ojalá a través de acuerdos mayoritarios, aunque no siempre ello era posible por la carga conservadora y en ocasiones nostálgica, de la oposición de entonces.
El sentido de la conmemoración tenía que ver sobre todo con poner de relieve que Chile en democracia era infinitamente mejor que un Chile en dictadura y esa era la significación profunda de recordar esa cruenta tragedia con todos los dolores que conllevó.
Por ello era importante conjugar elementos muy diversos al hacerlo. En primer lugar, la conservación de la memoria, la búsqueda de los desparecidos como tarea permanente, la exigencia de castigo de los crímenes cometidos, la reparación a los torturados y a las familias de las víctimas. Al mismo tiempo, se trataba de normalizar la relaciones con las fuerzas armadas como instituciones permanentes de la República, regidas por la obediencia al poder civil constituido democráticamente y reconocer la responsabilidades compartidas en la creación de una situación política divisiva y polarizada que condujo al golpe de estado.
No es producto del azar que, junto a un discurso presidencial de fuerte contenido simbólico, surgiera contemporáneamente la frase decisiva del “nunca más”, pronunciada por el entonces Comandante en jefe del Ejército.
¿Significaba ello una visión contemporizadora o acomodaticia frente a la tragedia sucedida treinta años antes?
La respuesta es clara: No, jamás se dudó por parte del gobierno de entonces acerca de la total ilegitimidad de cambiar un régimen democrático más allá de sus errores, contradicciones o crisis, a través de medios no democráticos. Derrocarlo a través de la fuerza por un golpe de estado, resulta siempre inaceptable.
En el Golpe del 73 a esta inaceptabilidad de fondo se agrega que quienes lo perpetraron, alegando la defensa de una democracia en peligro, a los pocos días tenían la certeza que no existía un ejército en las sombras y controlaban todo el territorio nacional, pero continuaron encarcelando, asesinando, torturando y haciendo desaparecer.
Finalmente, es claro que la intención de sus cabecillas no fue “poner las cosas en orden”, si no cambiar el “orden de las cosas”, no precisamente en un sentido democrático, sino estableciendo por 16 años una dictadura que suprimió las libertades civiles y políticas.
¿Es un error entonces señalar que hubo en el proceso de polarización y crisis que precedió al golpe responsabilidades compartidas?
La respuesta también es negativa, las hubo. Los principales partidos que conformaron la Unidad Popular, más allá de sus aspiraciones de justicia social actuaron con un fuerte irrealismo, ellos tenían una visión puramente táctica de la democracia y sus instituciones, su ideología era el marxismo-leninismo, que jamás, históricamente, se ha conjugado con la perdurabilidad de la democracia.
Actuaron livianamente en los años de Guerra Fría, sin considerar la posición que adoptarían los Estados Unidos, junto a la extrema derecha, antes incluso que el gobierno comenzara.
El gobierno de la Unidad Popular se proclamaba como un gobierno revolucionario que, si bien quería llegar al socialismo por una vía no armada y aspiraba a un socialismo más difuso que el socialismo real, aspiraba a largo plazo caminar hacia una hegemonía estatal, aceptando un pluripartidismo cuya geometría resultaba poco clara.
Con los ojos de hoy, desde un punto de vista teórico e histórico, ello resultaba inviable. Ninguna democracia ha podido albergar una revolución. Por algo en Europa ese fue el meollo de la separación entre el marxismo revolucionario y la social democracia que optó por la regulación del capitalismo y la continuidad democrática.
Ello contribuyó a la imposibilidad de acuerdo de gobernanza con la Democracia Cristiana, tanto en el primer año de gobierno como antes del abrupto final. Al interior de la misma Unidad Popular había profundos desacuerdos de cómo salir de la crisis y evitar un enfrentamiento.
El Presidente Salvador Allende representaba la insoluble contradicción de su coalición, se formó como un político institucional, que quería un Chile más justo, pero que no estaba dispuesto a una guerra civil para lograrlo. Tenía de otra parte, una atracción fatal por la revolución cubana. Cuando buscó una salida digna y pacífica muy pocos de los suyos lo escucharon.
Solitario, a fin de cuentas, se centró en su raíz republicana y en no pedir un sacrificio que no fuera el suyo, Murió como un republicano, no como un revolucionario, de allí la universalidad de su recuerdo.
Al final fue la tragedia de una democracia que terminó casi sin demócratas, unos por revolucionarios, otros en defensa de sus bienes, otros por avidez de poder, como quien la dirigió.
Este año cuando se conmemorarán los 50 años de la tragedia, vivimos tiempos mucho más tumultuosos en el mundo, el impulso propulsivo en Chile lo perdimos hace un buen rato, recuperarlo será complejo y llevará tiempo.
Tenemos un gobierno que cuenta en esta fase con un apoyo restringido y que comete errores con demasiada frecuencia y una oposición que tiende a endurecer su papel al sentirse reforzada. El tono de la política se vuelve cada vez más áspero y todo ello bloquea los acuerdos para que el país avance.
Más que nunca es necesario afirmar la convivencia democrática, lograr una adversariedad que no elimine los acuerdos para avanzar y hacer de los sufrimientos de la memoria una base sólida para no repetir los errores del pasado.
Ese debería ser el sentido de esta conmemoración de los 50 años.