Columna de Ernesto Ottone: El discurso

U.S. President Donald Trump signs an executive order in the Oval Office at the White House
REUTERS/Carlos Barria


Si alguien pensó alguna vez que el discurso de Donald Trump al asumir la Presidencia de los Estados Unidos de América tendría un tono y un contenido que, sin cambiar lo medular de su concepción del ejercicio del poder y de la innata rispidez de su pensamiento, al menos morigeraría, por responsabilidad de Estado, los aspectos más amenazantes y conflictivos de su discurso, se equivocó medio a medio.

Trump puso el pie en el acelerador y confirmó el día de su regreso al poder lo que Charles-Maurice Talleyrand dijo refiriéndose a los Borbones cuando regresaron al trono de Francia, después de la caída de Napoleón, “Ils n’ont rien appris, ni rien oublié (No han aprendido nada, ni han olvidado nada).

Quién sabe si podríamos agregar que los años transcurridos fuera del poder acentuaron sus rasgos belicosos y se siente más fuerte, un sobreviviente apto para tareas refundacionales; sus consignas no han cambiado, pero sus ideas son hoy más populares, es más rico y posee una guardia pretoriana de multimillonarios en la punta de las tecnologías, que al igual que él no tiene convicciones, valores, ni cultura democrática y que piensa que sabe lo que conviene o no a los humanos de a pie. Son la punta de la modernidad instrumental y piensan que la modernidad normativa es un puro obstáculo a su desarrollo.

Sobresale entre ellos Elon Musk, con su gestualidad robótica, su relación estrecha con hombres y mujeres políticas fuertes, ojalá con rasgos neofascistas, y su ausencia de toda ética entre los negocios y el bien público. Bajo Trump se ha conformado así un grupo dirigente que pondrá en dura tensión los valores democráticos y la esperanza de una serena convivencia mundial en los años futuros. Caminaremos, querámoslo o no, por la cornisa.

El discurso inaugural nos entregó un retrato bastante realista de lo que Trump quiere lograr en su mandato, pero también de quién es Trump.

Digámoslo de una vez, no es un hombre apegado a la democracia liberal, como no lo son sus amigos, no es tampoco, en consecuencia, un hombre que desea hacer reformas en su país a través del cauce de las instituciones democráticas, sino forzándolas o pasándolas a llevar.

Él es un populista nacionalista de una inteligencia astuta e intuitiva, con grandes capacidades histriónicas, narciso y vengativo que miente como respira; y ha ido conformando un ideal mesiánico que consiste en asegurar que su país, modelado por su idea de potencia, sea el centro del mundo y que como tal merezca que su supremacía sea reconocida por todos, por las buenas o por las malas.

Aun cuando hable de “Edad Dorada” y de hacer “América grande nuevamente”, no hay nada en sus palabras que genere un parentesco intelectual con el ideal democrático de los Padres Fundadores, con Abraham Lincoln, Franklin Delano Roosevelt, John Fitzgerald Kennedy, Bill Clinton y Barack Obama. Incluso Ronald Reagan parece un modelo de institucionalidad y buenos sentimientos a su lado.

Estados Unidos, la democracia moderna más antigua del mundo, tiene una historia de sombras y de luces, de actos de potencia imperial y de salvación del mundo frente a los totalitarismos, de discriminaciones e injusticias internas y de grandes batallas por la libertad y la igualdad a través de su continuidad democrática.

Martin Luther King, en ese discurso es utilizado de manera instrumental para algo extraño a la causa por la que entregó su vida. Él es un referente de la América que Trump no admira.

La apuesta de Trump es muy grande y peligrosa, pero él es audaz y desenvuelto. ¿Resistirá Estados Unidos a sus intentos refundacionales?

Veamos, tampoco es que Trump las tenga todas consigo, casi una mitad de la población no lo apoyó. En este momento esa población está aturdida y el Partido Demócrata sin actividad, pero tendrán que reaccionar en la medida que las palabras se transformen en acciones.

Las instituciones estadounidenses que conforman su funcionamiento democrático son fuertes y tenaces, hay numerosas reservas culturales e intelectuales, para muchos la libertad no significa violar las reglas.

Está por verse si podrá llevar a cabo las duras medidas prometidas, la cantidad de expulsiones de la migración ilegal, las intolerancias a la diversidad, las intenciones expansivas, y si las amenazas arancelarias a los vecinos y a quien se le ponga por delante pueden obtener beneficios efímeros, y también por verse la seguridad de poder manipular a gusto los conflictos mundiales, el desprecio por los aliados europeos, y el apoyo a los jefes autoritarios de diversos colores. Es posible que muchas de esas cosas tengan que ser dulcificadas y en otras tendrá que cambiar de rumbo.

En fin, si Trump conociera más la historia y no despreciara la cultura sabría que siempre las cosas son más complejas y que las ideas simplonas en algún lugar de la carretera se estrellan contra la complejidad de la acumulación civilizatoria.

Como sucede siempre en estos casos, siempre hay un bufón de quinta que habla demasiado claro, que se pasa de revoluciones en sus declaraciones. En esta ocasión ha sido el primer ministro de Hungría Viktor Orbán, quien pese a su servilismo no fue invitado, el pobre, a la investidura pero que ocultó su despecho con una ancha sonrisa admirativa. Él concluyó que ese discurso ha puesto la lápida a la democracia liberal diciendo lo indecible “la era de la democracia liberal ha terminado”, argumentando que tal sistema ya no puede ofrecer libertad, garantizar seguridad, ni mantener vivo al cristianismo.

Cosa que suena bastante distinta a lo que hemos escuchado desde el Vaticano y a lo señalado por la obispa Episcopal Mariann Edgar Budde en el servicio inaugural celebrado el 21 de enero de 2025 en la Catedral Nacional de Washington que instó a mostrar compasión hacia las comunidades vulnerables y a los inmigrantes.

Serán años difíciles para quienes estamos convencidos que no hay convivencia ciudadana mejor que aquella que respeta los derechos de todos, protege las libertades y busca una mayor justicia social.

Si no nos aplicamos en lograr que la democracia genere buenos gobiernos, eficientes y populares, estaremos condenados a aceptar la preeminencia de la barbarie, aunque ésta tenga una base tecnológica avanzada, y nos convertiremos en ganados humanos dirigidos por gobernantes que no quieren límites a su poder.

Chile, pareciera estar lejos de estos sucesos, pero no es así, los efectos geopolíticos y económicos en un mundo globalizado y fragmentado a la vez, golpearán a nuestra sociedad y a nuestras vidas. No da lo mismo lo que pase con la democracia en el mundo, debemos ponernos como primera prioridad la construcción de un futuro democrático.

Lo que caracteriza al sistema democrático es la legitimidad de las diversas convicciones que compiten, que nadie lo gana todo y que nadie pierde para siempre. Nadie está sobre las reglas que nos hemos dado.

La tragedia populista comienza cuando alguien como Trump cree a pie juntillas que Dios le encargó salvar a su país, que ello lo convierte en el elegido y adquieren legitimidad sobrenatural decisiones como negar el cambio climático, como la intolerancia, y como sentirse con el derecho a pretender territorios ajenos.

¡Mala cosa para la humanidad!

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