Columna de Ernesto Ottone: Elogio de la serenidad
La palabra serenidad proviene del vocablo latino “serenitas” y se refiere a una virtud personal que consiste en desarrollar en la vida un espíritu ecuánime y templado, capaz de enfrentar dificultades y peligros sin caer en un estado de zozobra, temor, furia o nerviosismo y controlar impulsos y emociones paralizantes o negativos, posibilitando así tomar las mejores decisiones posibles en situaciones de riesgo.
A través de la historia el concepto de serenidad ha tendido a ampliarse como una virtud social, extendiéndose a caracterizar el comportamiento de una sociedad que frente a problemas y obs- táculos comunes le permite supeditar las pasiones y los miedos para encontrar soluciones compartidas, aceptables y racionales, consensuando acuerdos orientados a resolver las diferencias del colectivo humano de manera pacífica y sensata.
Las democracias maduras, capaces de generar consensos básicos para la convivencia social, tienden a ser, en su gran mayoría, democracias serenas.
Muchas veces se confunde el concepto de serenidad con el de inmovilismo, conservadurismo o aversión a los cambios sociales.
Ello, sin embargo, no es así. El inmovilismo puede, muchas veces, coincidir con sociedades turbulentas, polarizadas y violentas en las que retóricas encendidas no conducen a transformaciones sociales profundas y sustentables a la vez, sino a equilibrios políticos precarios e inestables, cuando no a conflictos sangrientos.
Por el contrario, si nosotros observamos aquellos países que aparecen como los más exitosos en prosperidad, vigencia de las libertades democráticas, niveles de igualdad, en los que la pobreza ha sido reducida al mínimo e imperan altos niveles de entendimiento en la convivencia social, descubriremos que siempre corresponden a democracias maduras y serenas.
Es el caso de los países nórdicos y de países como Suiza y en cierta medida Japón y otros de Europa continental y Oceanía, particularmente Nueva Zelandia.
Cuando se hace este señalamiento factual, aquellos espíritus encendidos que confunden la serenidad con falta de ardor por los cambios sociales, que prefieren que ellos se hagan de manera rupturista, ruda y peleona, pues detestan el gradualismo reformador, suelen pontificar acerca del papel jugado por la violencia en las transformaciones históricas y recurren de manera abierta o subrepticia a nuestro buen Carlos Marx, quien caracterizó la violencia en el siglo XIX como la “partera de la historia “.
Argumentan también que las democracias serenas son excepcionales, que son serenas porque florecen en países ricos, igualitarios y homogéneos, y que eso no está al alcance de países con menor desarrollo y con gran complejidad étnica y cultural, alegando en ocasiones, con una cierta ironía no exenta de racismo, que son experiencias solo practicables en países “fríos y rubios”
Sin embargo, ninguno de esos argumentos resultan convincentes.
Respecto del primero, es cierto que la violencia ha jugado y sigue jugando un rol enorme en las historias de la humanidad.
Es más, antes de la existencia de la democracia moderna era casi la única forma de expresión de la política, con la excepción breve de la democracia antigua y el largo recorrido secular de las ideas de tolerancia y el iluminismo que fueron introduciendo lentamente las bases de la democracia, atravesando, claro está, un entorno de extrema violencia, guerras civiles y guerras mundiales.
Pero precisamente en eso consiste la acumulación civilizatoria de la humanidad, pues si bien siempre la fuerza será una “última ratio”, la aspiración es que su uso se limite al máximo en favor de la convivencia deliberativa y pacífica.
En relación al segundo argumento, se puede afirmar que es falaz. Los países que hemos señalado no siempre fueron ricos, varios de ellos fueron, por el contrario, muy pobres, como Suecia y Finlandia, tampoco fueron siempre democráticos, igualitarios y pacíficos. Japón concluyó la Segunda Guerra Mundial destruido y ocupado. Algunos de ellos se componen de pueblos muy diversos, con lenguas, costumbres y religiones diferentes. Es el caso de Suiza, sin ir más lejos.
La serenidad no es solo el fruto del éxito de estos países, ha sido principalmente el método utilizado para construir ese éxito.
Son sociedades que construyeron su presente a través de cambios graduales y pacíficos, que eligieron la reforma por sobre la revolución, la paciencia y el esfuerzo por sobre la irritación y la furia, el diálogo por sobre el insulto y la descalificación, que excluyeron radicalmente la violencia como forma aceptable de relacionarse y de avanzar hacia el progreso.
Los países pueden degradarse o mejorar a través de la buena o mala calidad de la política y de la capacidad o incapacidad de sus líderes.
No cabe duda que Trump degradó la madurez de la democracia y el nivel de serenidad de Estados Unidos, nivel que siempre ha sido difícil de lograr. Líderes como la Merkel, por el contrario, han hecho mucho por Alemania, país que como bien sabemos ha tenido episodios terribles en la historia contemporánea.
Si miramos países y regiones enteras donde predominaron la insurrección y la violencia, nos encontramos con muchas realidades destruidas, subyugadas a dictaduras o divididas por polarizaciones extremas y peligrosas.
Chile, después de una larga dictadura a la que derrotó por medios pacíficos, logró avanzar muchos años de una manera gradual y serena, produciendo progreso y cambios sociales. Claro, no logró todo lo que se necesitaba, también se cometieron errores y excesos de prudencia, pero fue un período de muchos avances y generador de un estilo de proceder que todavía perdura y se refleja incluso hoy en la atmósfera que rodea el actual proceso de vacunación contra el Covid-19.
Sin embargo, en cierto momento ese impulso se perdió y fue reemplazado por un malestar ideologizado y por la incapacidad de quienes dirigían de defender su propia obra.
Se debilitaron las instituciones y se ampliaron los abusos. Surgió una protesta legítima, pero también una violencia delictual que atacó bienes públicos, como el Metro de Santiago, y destruyó partes irreemplazables de Valparaíso; La Araucanía quedó sin rumbo en medio de la violencia.
Las voces contra estos actos han sido sin embargo débiles y en ocasiones más bien complacientes en muchos sectores de la población.
Si esta situación continúa, la decadencia de Chile será inevitable. Debemos recuperar la serenidad perdida. Se requiere un cambio de rumbo capaz de impulsar las transformaciones necesarias de manera democrática.
El paso inmediato es elegir una convención constitucional sensata y reformadora, para que su trabajo fortalezca la vida democrática y contribuya a un progreso mas justo e inclusivo. D
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