Columna de Ernesto Ottone: La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa
La balsa de la Medusa.


En el museo del Louvre se encuentra una pintura muy impresionante que lleva ese nombre. Es sin duda la obra maestra de Théodore Géricault, un pintor fundamental del romanticismo francés. Fue pintada entre 1818 y 1819 y está inspirada en un naufragio que conmovió a la Francia de ese entonces.

El 2 de julio de 1816 la fragata francesa Medusa encalló y como el número de botes de salvataje era mucho menor al de los tripulantes, aquellos que no alcanzaron a ocupar los botes, construyeron una gran balsa para salvarse. Después de 13 días de miedos y miserias, de los 147 que ocupaban la balsa, sobrevivieron solo 13, la gran mayoría pereció producto de la desidia y de la irresponsabilidad.

El resultado electoral del domingo pasado, donde se eligieron los consejeros que tendrán un rol relevante junto a los otros actores del proceso constitucional, no tiene, por supuesto, la dramaticidad y la irreversibilidad de este trágico naufragio.

A muchos demócratas, el resultado no nos gusta porque lo consideramos lejano a un cierto equilibrio de fuerzas que habría facilitado el diálogo y el debate constitucional destinado a fortalecer y dar forma a los principios consensuados como columna vertebral de la nueva constitución, de manera tal de obtener una ley de leyes capaz de ser a la vez democrática, social, moderna y protectora de los derechos individuales.

Sería un error, sin embargo, pensar que el resultado de esa elección, realizada de manera transparente y legítima, instala a Chile en la “balsa de la Medusa “, en una situación de peligro extremo para la convivencia democrática.

Afortunadamente el tono tanto del Presidente de la República como del jefe del partido de la derecha radical triunfador de la elección en sus intervenciones posteriores al resultado no tuvieron un carácter apocalíptico y rupturista para referirse al futuro.

El esfuerzo por proseguir con el empeño por lograr un acuerdo razonable sobre la cuestión constitucional no debería detenerse y aceptar lo sucedido como un inevitable retroceso al reino de la nostalgia autoritaria.

Ello requiere una disposición positiva muy decidida tanto de quienes tuvieron un fuerte respaldo como de aquellos que tuvieron un resultado adverso, que debería expresarse en la voluntad de producir acuerdos.

Eso implica la necesidad que en el oficialismo se modifiquen de manera realista sus aspiraciones prioritarias en la actual correlación de fuerzas. Para ello, el gobierno debe abandonar su ambivalencia y jugar con coraje y sobre todo con convicción la carta social demócrata y gradualista, aun cuando ello signifique tensiones fuertes con el sector más obtuso de sus partidarios.

La derecha tradicional, cuyo electorado fue diezmado por el vértigo de la tentación radical, aunque suene contra-intuitivo, debería confirmar una identidad moderada y no apostar por radicalizarse, practicando así una racionalidad que saque lecciones de lo sucedido en otros lugares del mundo y que evite una mayor jibarización, que le haga imposible reforzarse en el mediano plazo.

Es claro que la atmósfera política negativa que vive el país aceleró todos los procesos en curso.

El desaliento y la desconfianza con la política, se reflejó en el elevado número de votos nulos y blancos, también, afortunadamente se llevó por delante a los organizadores pinganillas de la antipolítica, concentrados en el Partido de la Gente. No les dio tiempo tampoco a quienes, desde posiciones reformadoras progresistas, planteaban la necesidad de reformular ese espacio con una fuerte voluntad de existencia que no alcanzó a dar frutos.

Esto último permite una doble interpretación, la de aquellos que piensan que es el fin de la centroizquierda y otra, en la cual quisiera creer, de que es parte del inicio corajudo de un largo camino junto a nuevas expresiones políticas para construir ese espacio reformador que Chile tanto necesita.

Naturalmente, en la extrema izquierda reflorecerá el eterno pensamiento de que mientras peor van las cosas más se acerca el mágico momento de la revolución, el fuego purificador que nos conducirá a someternos a sus sueños, los que hasta ahora, han concluido siempre en pesadillas insoportables.

Parecería que no estábamos muy lejos de acertar quienes llevamos años diciendo, contra viento y marea, que el avance prudente con el que construimos la democracia después de la dictadura, con todos sus límites y reproches era el mejor camino para avanzar

hacia una democracia perfectible, aunque jamás perfecta, a través de pasos más sólidos que largos.

Desde que ese rumbo se perdió hace ya una quincena de años, son pocas las buenas nuevas y muchas las malas. A final de cuentas de tanto empujar el país a la izquierda terminó apareciendo por la extrema derecha.

Se puede repetir hasta el cansancio que se trató de una elección de consejeros y no un juicio al rumbo del gobierno. Eso no lo creen ni quienes lo dicen ni quienes lo escuchan.

Existe un descontento muy amplio con el rumbo del país, con un oficialismo de dos rostros, donde al lado de quienes construyen, operan quienes destruyen, quienes atiborran a su propio gobierno de demandas incumplibles y caminos de desarrollo marcados por un doctrinarismo confuso de quienes abundan en emociones y consignas y carecen de pensamiento.

El cambio de rumbo no significa renunciar al horizonte de una sociedad más justa, significa hacerlo en base a amplios acuerdos

Pero sobre todo teniendo como prioridad las necesidades mayoritarias.

Antes que nada, recuperar lo que perdimos, la seguridad de los ciudadanos, la paz social, una convivencia ordenada, por cierto, democrática y de derechos, pero ordenada. En ella no debería ser posible que sucediera lo que escribió el gran Discepolo en su tango “Cambalache”: “Si es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de las minas, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley”.

A ello hay que dedicar todo el esfuerzo, no puede haber democracia si no hay Estado, si no hay reglas y si no se aplica la fuerza cuando corresponde para hacerlas respetar, en el norte, en el centro y en el sur del país.

Educación y salud de calidad y de provisión mixta, trabajo y pensiones dignos. La democracia para vivir y desarrollarse requiere de la convicción en sus principios, pero también de resultados prácticos y esos no están funcionando. No hay otro camino para reconstruir confianzas. Basta de dar prioridades a gilipolleces que solo responden a ensoñaciones tribales.

O nuestra democracia es capaz de ser justa y eficiente o corre el riesgo de desgastarse, vaciarse y consumirse.