Columna de Ernesto Ottone: La fragilidad de lo precioso
La democracia es el único sistema político creado a través de un duro y largo camino de acumulación civilizatoria que protege nuestra libertad individual y a la vez nuestra igualdad política y jurídica y busca extenderla a una mayor igualdad económica para que, entre otras cosas, las libertades puedan ser ejercidas por todos
Carece de perfección. Ha sido imperfecta desde que surgió, llena de límites; es imperfecta hoy, donde con justicia se cuestionan sus contradicciones, los abusos que alberga, los privilegios que permite, y será imperfecta también mañana aun cuando logremos que morigere las desigualdades que genera su base económica y que sea capaz de ampliar los mecanismos que permitan el control ciudadano sobre quienes gobiernen.
No es casualidad que aquellos que aspiran a sociedades perfectas, a paraísos terrenales, a igualdades uniformes y a la ausencia total de mecanismos de representatividad, encuentren que la democracia es un fraude y sean muchas veces partidarios de que se produzca un baño purificador a través de la violencia, para caminar hacia una sociedad igualitarista y uniformadora.
En la historia, esas aspiraciones no han dado como resultado sociedades de personas libres e iguales, han dado como resultado dictaduras, totalitarismos y autoritarismos, en los cuales los iluminados intérpretes de la felicidad humana han concentrado el poder y han impuesto la fuerza para obtener la obligación de la sonrisa. Ese y no otro ha sido el devenir de las revoluciones contemporáneas.
La democracia ha renunciado a una perfección futura, también a una visión única del futuro deseable. Es un sistema político construido para que en su interior convivan y compitan, de manera pacífica y a través de reglas acordadas de antemano personas con visiones, intereses y aspiraciones diversas.
Conoce los límites de la naturaleza humana su mezcla de buenos y malos sentimientos, de generosidad y mezquindad, de envidia y compasión, ha escuchado a Kant, cuando éste dijo: “De la torcida madera de la humanidad no se ha hecho ninguna cosa recta”.
Lo distintivo de la democracia es que sus rasgos salientes son la consideración de verdades relativas y no de verdades absolutas en el debate político, el aprecio de la flexibilidad y la deliberación frente a la pasión y la imposición, el avance gradual como método de funcionamiento por excelencia y la solución pacífica de los diferendos que necesariamente se producen en la convivencia humana. Todo ello excluyendo terminantemente la violencia.
Requiere, por lo tanto, aceptar que será siempre una promesa parcialmente incumplida. Ninguno de los valores con que se identifica tendrá una realización plena.
Plantea también una cierta modestia de los resultados, una renuncia a la epopeya redentora, una cierta renuncia a los himnos épicos que llenan los ojos de lágrimas y emociones fuertes a través de afirmaciones categóricas propias de quienes creen poseer la clave de un radiante porvenir.
Fernando Savater nos dice que a fin de cuentas “la democracia no promete una sociedad políticamente mejor sino una sociedad política. Los otros sistemas renunciaron a ello y organizan órdenes jerárquicos, ganadería humana cuyas reses pueden estar bien alimentadas, ser prósperas y retozar alegremente juntas, no tener demasiadas quejas, hasta ser plácidamente felices. Pero les falta la libertad de gobernar y gobernarse, sin lo que no se es sujeto político.”
Al ser un sistema que trata de limitar al máximo el uso de la fuerza y la arbitrariedad, sujetándose a reglas establecidas, la democracia es el más frágil de los sistemas políticos, requiere una confirmación permanente de los ciudadanos; su existencia depende de una voluntad de convivencia democrática, no puede defenderse negando sus principios y sus valores. “No es una situación, es una acción” nos dice Kamala Harris, la actual vicepresidenta electa de los Estado Unidos de América.
Ello no es fácil en tiempos turbulentos, cuando aumentan las desigualdades surgen sentimientos y soledades modernas en sectores medios de la sociedad que ven su situación desmejorada o sus aspiraciones bloqueadas, cuando la desconfianza aumenta por los abusos y corrupciones de los elegidos y se concentra la riqueza.
Los ciudadanos no son siempre personas de principios sólidos y convicciones profundas, no andan pensando a cada rato en que es lo mejor para todos, las más de las veces sus universos se limitan al bien de sus familias y cercanos. Es natural entonces que tiendan a apreciar la democracia cuando hay progreso y esperanza que los concierne, en esa situación tienden a preferirla, pero cuando las cosas andan mal y se sienten perjudicados materialmente o desconsiderados adquiere espacio la desilusión y puede sobrevenir la tentación autoritaria de un salvador, que clausure la política, los cubra de halagos y empatice con sus demandas y frustraciones. Poco importa si lo hace desde la retórica de izquierda o de derecha. Cuando ello sucede, la democracia puede extraviarse en la neblina.
En Chile las cosas han desmejorado enormemente y ello se expresa en la decadencia de nuestro sistema democrático, en la lógica con la que actúan los representantes políticos de gobierno y oposición, en la desaparición de la proyección de un largo plazo y su reemplazo por el cálculo inmediatista.
Eso refuerza la necesidad de un proceso constituyente que marque una diferencia con la deriva peligrosa que vivimos en el día a día.
En el debate constitucional y en el texto que de ese debate resulte, puede estar la diferencia de cómo será nuestro futuro y la perdurabilidad y reforzamiento de nuestra convivencia democrática.
Como hemos dicho, la democracia no pertenece al reino de lo perfecto, como no pertenecen tampoco a ese reino los sistemas electorales. Los elegidos en democracia no son los mejores, son los que arrastran más votos. Los partidos políticos tendrán en esta elección un poder demasiado extendido y tenderán a elegir más en base a lealtades que en base a capacidades, aunque puede que en algunos casos existan coincidencias virtuosas. Habrá entre los elegidos de todo un poco majaretas, chiflados, fanáticos, zopencos y gente capaz, con juicio autónomo, y demócratas convencidos.
Creo que si se elige un número de demócratas convencidos con espíritu pluralista, sean de izquierda, de centro o de derecha, capaces de influir en la convención para obtener un texto lo más concordado posible en el cual quepamos todos y que refuerce la libertad, la igualdad y la dignidad común, la democracia chilena podrá transitar de la neblina a una mayor claridad.