Columna de Ernesto Ottone: La razón desdeñada
Es cierto que atravesamos tiempos difíciles, agravados por una pandemia prolongada que ha reducido nuestros espacios y movimientos, ha desmejorado vidas y para muchos ha significado ruina, dolor y muerte. El futuro se percibe con más incertidumbre, son tiempos nacidos para “diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus”, como nos dice Alejo Carpentier en El siglo de las Luces.
Bien sabemos que el desarrollo histórico no sigue un curso de progreso lineal y permanente, es veleidoso y cambiante. Períodos de avance, siempre imperfectos por supuesto, como los que tuvimos en Chile hace una docena de años, son seguidos por períodos decadentes como los que vivimos hoy.
Estamos en tiempos de estancamiento en el desarrollo, de crispación en las emociones y de exacerbamiento en las palabras.
La decadencia comenzó lentamente, los pasos del progreso se hicieron cansinos y las relaciones sociales se volvieron ásperas; quienes habían abandonado la pobreza no pudieron consolidarse como clases medias y acumularon aspiraciones truncadas, el bienestar alcanzado fue menor y más frágil de lo que habían imaginado, ello se transformó en furor.
Las protestas sociales crecieron y se radicalizaron, el ejercicio de la política se transformó en un eco de la algazara de la calle o en un reflejo de los miedos de los beaux quartiers (bellos barrios), la desconfianza creció al ritmo de los escándalos públicos de instituciones, empresas e iglesias.
Quedó así servida la mesa para la extensión de la antipolítica, el desdén por el debate razonable y reflexivo para perfeccionar la democracia, conjugando mayores niveles de igualdad y libertad a la vez.
Se impusieron el enojo, la estigmatización de los acuerdos y de las negociaciones, el trazo grueso, la descalificación del adversario, la lógica confrontacional cuando no bélica, las verdades absolutas y la concepción simplista propia del populismo contemporáneo que opone sin matices ni distinciones la idea de un pueblo virtuoso pero abusado y las élites o castas siempre malvadas y abusadoras.
Todo ello cristalizó el 18 de octubre de 2019 en un estallido surgido en parte de una espontaneidad multitudinaria disconforme y, en parte, por una acción de violencia extrema, de destrucción urbana protagonizada por grupos extremistas, turbas oportunistas y un mundo oscuro de barras bravas ligadas a la delincuencia y el narcotráfico.
Desde entonces el único camino encontrado para recuperar una convivencia civilizada y más democrática para el futuro reside en el éxito del proceso constitucional que permita legitimar un acuerdo básico para construir un fundamento ideal común y canales acordados para resolver diferencias y conflictos que nos permita vivir juntos y pacíficamente.
Sin embargo, ese camino está hoy en graves dificultades por una conjunción perversa de un gobierno errático y solitario y una oposición carente de virtudes republicanas donde prevalecen los oportunismos particularistas y los ánimos rosqueros.
El Presidente de la República no está haciendo un buen gobierno, eso es evidente, pero no ha incumplido las reglas democráticas , no ha abandonado sus funciones, incluso ha acertado en algunas tareas.
Chile está realizando un proceso de vacunación apreciado internacionalmente y es uno de los países latinoamericanos que más ayuda ha entregado a quienes han sufrido económicamente los embates de la pandemia. Es cierto que podría haber hecho más y mejor, pero convengamos que siempre es difícil colmar el forado material que deja en millones de personas una catástrofe.
No es verdad que Chile se está cayendo a pedazos, más allá de sus múltiples problemas, algunos inevitables, otros evitables con una mejor acción pública.
Una parte de ello se debe a la solidez del país acumulada por años. Eso es lo que da vida a la esperanza de una recuperación económica y social que será lenta y escarpada, pero para ello el país requiere recuperar su ethos político y lograr el retorno de la razón por sobre la algarabía populista.
No será sencillo. Estamos en un año clave, que enfrentamos con un gobierno cuya fuerza política está gravemente jibarizada, que no cuenta ni con su propia coalición política, asustada de que la impopularidad y la torpeza política del gobierno contamine su futuro.
Es un gobierno puramente reactivo que, en consecuencia, siempre actúa a destiempo, carece de algo fundamental en política, el “timing” como lo llaman los anglófonos, la “tempistica” como la llaman los italianos, que nos enseña que cuando se actúa a deshora la acción realizada pierde toda significación política positiva.
El Presidente podría comprender que debe olvidarse de su comprensible aspiración de gloria o de pensar en una jugada providencial que lo haga popular y bienamado. Eso ya no pasó. Hoy se trata de que concluya su mandato con discreción y prudencia, cuidando sobre todo la continuidad institucional y ayudando a través de su quehacer a una democracia en apuros.
Tampoco será sencillo que el actuar de la oposición cambie, se haga más responsable y deje de plantear amenazas acusatorias que le permitan reemplazar su falta de ideas y sus propias confusiones, mostrando los dientes con irresponsable ferocidad. Como bien dijo Albert Camus, corrigiendo a Maquiavelo: “En política son los medios los que deben justificar el fin”.
Desgraciadamente, en la política chilena actual el sentido de Estado es patrimonio de muy pocos, el espacio del juicio y la madurez es casi inubicable. Es difícil escuchar voces que se dirijan a los ciudadanos como si se dirigieran a adultos, que describan con honestidad intelectual lo que es realizable de aquello que no es realizable sin hacer daño al país, que subrayen que los resultados se logran extendiendo derechos, pero también enfrentando deberes.
Lograr una sociedad justa requiere sin dudas impuestos progresivos que aumenten la contribución de los que más tienen a morigerar las desigualdades, pero también un esfuerzo colectivo, niveles de conflicto menores y niveles de acuerdos más altos.
Solo cuando eso se ha producido Chile ha avanzado.
Clausuremos este tiempo de bufones, de lanzar propuestas como fuegos artificiales, cuyos costos ni siquiera se conocen, donde el único cálculo efectuado ha sido el de halagar a los votantes.
Si no se produce un reforzamiento de propuestas más sensatas en política, de conductas ecuánimes e ideas serias para avanzar hacia un futuro deseable, no ocurrirá un derrumbe de golpe, pero todo se desmembrará de a poco, nos acostumbraremos a una democracia inestable y mediocre, donde los zafios, los malandrines, los fanáticos y los simplones ocuparán casi todo el escenario, agitando no se sabe qué bandera.
Quizás a esas alturas, en verdad, dará lo mismo.
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