Columna de Ernesto Ottone: La segunda vuelta, tiempo de moderación
El día después de la primera vuelta, recibí un llamado alarmado de un colega francés. Me dijo que la información que se difundía allá en los medios académicos, era que había triunfado un candidato fascista nostálgico de Pinochet y que había derrotado a un joven candidato socialdemócrata, que estaba angustiado por la suerte de Chile. En mayo estábamos en las puertas de la refundación y algunos meses más tarde estábamos en plena contrarevolución.
Después de tranquilizarlo un poco, le dije que el resultado de la primera vuelta electoral no presentó muchas sorpresas. Que las encuestas anduvieron bastante cerca, porque esta vez pudieron captar los humores de la opinión pública chilena, que tal como sucede en todo el mundo democrático, tiene bruscos cambios y que al igual que en Francia, los votantes en la sociedad de la información se mueven más por emociones, empatías, miedos y broncas, que por decisiones ideológicas, lealtades partidistas y ejercicios reflexivos, ni siquiera por los viejos y queridos intereses de clases, ya que éstas tienen fronteras cada vez más borrosas y sus significaciones cambian con rapidez.
Le señalé que el candidato de extrema derecha ganó por corta distancia y sin arrasar y que se trata de una suerte de Bolsonaro bien educado y afable. Muy conservador, pero que resulta descomedido tildarlo de fascista, pues ha actuado siempre en política al interior de las reglas democráticas y su discurso si bien privilegia el orden, no aparece como totalitario. Es cierto que tiene más simpatía que crítica hacia Pinochet, pero ese es un rasgo muy común en buena parte de la derecha chilena.
A corta distancia de él, pasó a segunda vuelta un joven dirigente que socialdemócrata no es, al menos por ahora. Si bien luce más moderado que muchos de sus seguidores, sus ideas se inspiran más bien en el pensamiento populista de Ernesto Laclau y de Chantal Mouffe y sus aliados más fuertes- aunque no más cercanos en sus afectos– son los comunistas, que continúan definiéndose como marxistas-leninistas.
Es verdad que triunfaron los extremos, lo que no suele ser lo mejor para la estabilidad democrática, pero el sistema político no está al borde de un ataque de nervios. El número de votantes fue relativamente bajo y ninguno de los candidatos podrá ganar contando solo con los votos de sus feligreses. Deberán contar con muchos votos provenientes de espacios moderados o apolíticos, quienes no gustan de buena parte de sus propuestas, sobre todo las más radicales en una u otra dirección.
El dato más agrio para la democracia fue el hundimiento de la centro- izquierda y el descenso de los sectores más liberales de la derecha. En el caso de la centro-izquierda, el descenso fue brutal, aun cuando el Congreso Nacional tendrá una composición variopinta que generará un organismo equilibrado. Sea quien sea el presidente elegido tendrá en éste un contrapeso político, cuestión que hoy tendrá más importancia que nunca.
Le extraña configuración de la elección de la Convención Constitucional el pasado mayo, producto en parte del peso inusitado de un falso independentismo, que ocultó una sobrerepresentación de los sectores más radicales de la izquierda radical quedó sin continuidad, fue el sueño fundacional de una noche de otoño, que dejó al país con una Convención cuya composición -por supuesto electoralmente legítima – es hija de una atmósfera que hoy tiende a esfumarse.
Ojalá que los convencionales adquieran consciencia de ello, tanto en su gestualidad política como en la redacción del texto, para que el proceso constitucional siga un camino sereno, sea cual sea el resultado presidencial.
Si ellos por el contrario eligen el camino de una fuga hacia adelante marcada por exacerbaciones étnicas, un plebiscitarismo oportunista y algunas otras ideas más bien estrafalarias, podrían generar una crisis de gobernabilidad en un país que parece querer cambios, pero también una convivencia ordenada.
Pienso que no hay que mirar la segunda vuelta con excesivo dramatismo. Lo extremos políticos se vuelven peligrosos para el sistema democrático cuando se fortalecen demasiado y de manera unilateral, sintiéndose la encarnación de la voluntad del pueblo, poseedores de la verdad única y líderes indiscutidos. Pero esas condiciones no se dan en el Chile de hoy. Ninguno de los dos candidatos que disputan la presidencia aparece con una fuerza arrolladora y por lo tanto están obligados a trabajar “humildemente”, como lo han repetido sin cesar para ampliar sus influencias hacia quienes no se sienten representados por ellos.
Ello requerirá que uno renuncie a los aspectos más reaccionarios de su propuesta y el otro a los aspectos más mesiánicos y refundacionales de las suyas.
Para descrispar la situación política es necesario exigir a ambos una conducta democrática, civilizada en lo nacional y en lo internacional y pedirles que aíslen a los enemigos de la democracia que existen en ambos bandos, como dijo una vez un ministro hace años, de manera coloquial y con cáustico humor “que amarren a los perros”.
Montesquieu, el gran filósofo, y también comerciante de vinos, señalaba que “el comercio suaviza las costumbres”, de la misma manera que el ejercicio del pluralismo suaviza y densifica la convivencia democrática.
En la medida en que se descafeínen los cafés demasiado cargados habrá más posibilidad de que Chile enfrente con éxito los duros tiempos que vienen. Para ello deben descartarse ideas que aumentarán la desigualdad, como la de bajar impuestos o irresponsabilidades como aumentar el gasto social con un financiamiento imaginario.
En la actual situación global, marcada por el período pospandémico, un país como Chile no podrá avanzar con altos niveles de conflicto interno, de aumento de la desigualdad, de la violencia, con debilidad institucional y con luchas territoriales que destruyan la cohesión social. Todo ello lo condenaría a la decadencia,
Chile debe retomar un camino de avance pacífico y gradual, las reformas necesarias deben realizarse de la única manera que la democracia las produce, generando amplios consensos.
Todo sería más simple si las fuerzas de izquierda democráticas y progresista no hubieran desvalorizado su propia obra y hubieran continuado diseñado un futuro para Chile, en lugar de consumirse en disputas endógenas que la llevaron a su autodesctrucción electoral.
Ese espacio debería reconstruirse de cabo a rabo, también con fuerzas que hoy aparecen como adversarias entre sí y generar un nuevo sujeto reformador que mejore la actual oferta política a los ciudadanos.
Pero eso será una tarea que requerirá su tiempo.