Columna de Ernesto Ottone: ¿Qué hay de la semejanza?

Convención Constitucional: Votación de las Primeras Normas en Pleno
Foto: Agencia Uno.


Vivimos tiempos de elogio a la diversidad, de exaltación de lo distinto, por supuesto ello tiene aspectos que son positivos. Solo respetando las diversidades, no discriminándolas ni despreciándolas se puede lograr una acumulación civilizatoria que permita a un país convivir en democracia y generar niveles de igualdad mínimos, que permitan a cada persona, tenga las particularidades que tenga, desarrollar sus capacidades y vivir su libertad.

Pero para construir una convivencia democrática se requiere también no desconsiderar la otra cara de la moneda, la semejanza que existe entre nosotros, nuestra similitud.

Esa semejanza puede ser negada en dos ocasiones; cuando quien domina en la sociedad considera al dominado como enteramente diverso y lo discrimina con el corazón ligero porque es un “otro” distinto, por lo tanto, no es su semejante. Esa es la primera ocasión.

La segunda se produce cuando el dominado y discriminado se rebela contra tal situación, triunfa y considera que el viejo dominador es el “otro”, completamente distinto y, por lo tanto, le corresponde desaparecer social y físicamente en el “resumidero de la historia”.

Vele decir, si junto a la diversidad no está siempre la semejanza, la convivencia democrática se hace imposible.

Por muchos años el concepto de “raza” fue el gran diferenciador, asegurando una base biológica a quienes eran partidarios de una férrea jerarquía entre los seres humanos, esto condujo a la prolongada existencia del esclavismo, a feroces guerras y a horrendos crímenes contra la humanidad. Sin embargo, dicha base biológica no correspondía a la realidad, sino a una perversa ignorancia.

Un referente ineludible en el esclarecimiento de las cosas fue el genetista, biólogo y antropólogo italiano Luigi Luca Cavalli-Sforza (1922-2018), notable académico e investigador en las universidades italianas de Pavía y Torino, de Cambridge y de Stanford, uno de los más grandes estudiosos de la genética de la población mundial, quien utilizando un enfoque multidisciplinario, llegó a la conclusión que el concepto de raza no tiene una base científica que lo justifique y que el racismo no es más que un prejuicio construido cultural y políticamente.

Incluso antes de que se estableciera la secuencia del genoma humano, tema en el cual posteriormente trabajó intensamente, Cavalli-Sforza probó que el racismo era una actitud mental, no la consecuencia de un dato biológico y que, por lo tanto, del polimorfismo genético de las poblaciones humanas no se pueden sacar conclusiones sociales ni políticas.

De sus investigaciones se concluye que las diferencias genéticas de la especie humana son relativamente pequeñas, en torno al uno por mil. Estas diferencias son por lo demás, superficiales, producto de las diversas adaptaciones, de los seres humanos a sus recorridos históricos y geográficos, a factores como el climático que influye sobre el color de la piel.

De esa angosta diferencia, el 90% de la diversidad genética de las personas, se presentan al interior de un grupo humano y solo el 10% de ellas dice relación con otros grupos humanos.

Guste o no guste, para bien o para mal, los humanos somos “estructuralmente”, como tanto gusta decirse en estos días, tremendamente parecidos.

Nuestras diferencias surgen entonces de las construcciones históricas, civilizatorias, de los ritmos de desarrollo; de la complejidad de las sociedades en las cuales nacemos, de cómo vivimos, de las lenguas que hablamos y, por supuesto, de cómo “hélas” desaparecemos…

Pero aun así, ellas se atenúan porque la historia de la humanidad se entrecruza, se relaciona, guerrea, migra, se internacionaliza y concluye globalizándose.

En este gigantesco entrevero, muchas veces injusto, cruel y doloroso, y en otras jocundo y creativo, los humanos se mezclan, voluntariamente o a la fuerza y terminan mestizándose y entendiéndose. Sus culturas chocan y a la vez se sincretizan, sus religiones se combaten y después se acercan y en ocasiones se subsumen.

No es de este mundo que las purezas ancestrales se conserven como un todo sin fisura. Las culturas y las llamadas cosmovisiones están construidas con materiales frágiles y porosos, con antiguos mitos y nuevas invenciones e imaginerías que muchas veces son funcionales a intereses muy terrenales de quienes las predican.

Chile y sus habitantes recorrieron una historia particularmente mestiza, producto de su desarrollo, que se tejió con pueblos originarios y dos dominaciones imperiales, la incásica y española, de diversos y más altos niveles de desarrollo económico, tecnológico y político, para después pasar a una independencia precoz, a comienzo del siglo XIX, que la llevó a construir un Estado-Nación, cuya viabilidad no estaba asegurada.

El novel Estado debió elaborarse con materiales muy diversos, recibió migraciones de diversas latitudes, vivió momentos de paz y de guerra, vivió más momentos de escasez que de abundancia, generó más concentración que distribución del bienestar. Así se escribió esa historia ríspida que es la nuestra.

Su insuficiente población y su particular geografía exigió más unidad que autonomías, más unidad que diversidad. Solo en esta etapa de su historia y del nivel de desarrollo alcanzado en los últimos decenios, ha podido Chile aspirar a mayores niveles de descentralización, mayor capacidad de iniciativa de sus regiones y territorios y proyección de su diversidad étnica.

En Chile, más allá del predominio abrumador del mestizaje, existen pueblos originarios, alguno relevante en número y vitalidad, otros casi simbólicos y de tenue existencia, que poseen diversidades étnicas y culturales que desean con razón preservar.

Ellos deben poseer un espacio de apoyo, reconocimiento, protagonismo territorial, mantención de sus costumbres y resarcimientos frente a abusos pasados y presentes.

Ello, sin embargo, no transforma a Chile en un país plurinaciona

Aunque, como sabemos, el concepto de nación es muy complejo y se define de manera diferente según las tradiciones teóricas, incluso las concepciones más laxas, exigen el concepto de una comunidad políticamente estructurada en el tiempo además de su base étnico cultural.

Una realidad así en nuestro país no existe, como si ocurre en países que son bi o plurinacionales.

Alguien podría pensar que para evitar la discusión podría aceptarse el concepto de plurinacional como un recurso retórico, sin mayor contenido práctico.

Pero eso no aparece así en el debate constitucional. De esa definición se desprenden consecuencias de exacerbación autonómica de territorios, de choques incluso violentos de legitimidades contrapuestas, de contradicciones jurídicas que generarán una larga inestabilidad y un debilitamiento de diversas instituciones del Estado-Nación chileno.

No es así que se logrará el equilibrio semejanza-diversidad en el país y se podrá construir una relación igualitaria, respetuosa y de futuro compartido entre el gran mestizaje y los pueblos originarios en el seno de la Nación chilena y en términos estatales, en un Estado-Nación chileno basado en una vocación social, el ejercicio de las libertades individuales, el respeto de los derechos humanos y la convivencia democrática de quienes habitan su territorio.

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