Columna de Ernesto Ottone: Quitar hierro
Quitar hierro en nuestro idioma es una expresión que se refiere a la necesidad de despojar a un asunto de una dramaticidad que no tiene, algo destinado a no alimentar la tensión de un conflicto o de un desacuerdo que pareciera ser más grave de lo que es en realidad. Significa bajarle el tono, señalar que no conduce al abismo, a lo irreparable, ni a las puertas del infierno ni a las del paraíso.
Me refiero al ambiente que a veces sí y otras también, aparece en torno al plebiscito constitucional del 17 de diciembre, pero más en general a la atmósfera pendenciera y alborotada que ha recrudecido en el debate político, al ambiente de sospecha, rudeza y enojo permanente entre quienes gobiernan y la oposición.
La franja televisiva en torno al plebiscito en ocasiones resulta infantil y, en otras, destila mala leche, su carácter informativo es pobre y la exacerbación propagandística lo cubre todo, parece que no se planteara como centro los defectos o virtudes del texto, sino que se tratara de una lucha de mundos contrapuestos, donde el otro resulta la encarnación del mal. No se qué efecto tendrá en los votantes, pero en todo caso es algo muy lejano a una contraposición cívica.
Creo que este espíritu es el resultado de no haber construido un acuerdo aceptable por todos, o al menos una gran mayoría.
Tal como en la anterior Convención Constitucional la mayoría de entonces de la izquierda radical, inflada por su efímero triunfo, actuó de manera irresponsable y mesiánica, redactando un texto refundacional que contenía aspectos delirantes, en esta ocasión, la extrema derecha endiosada por su resultado electoral no fue capaz de contener su impulso hegemónico y moderar su soberbia, para acompañar un proceso creado transversalmente para generar un equilibrio.
La tarea no era difícil pues los expertos habían de manera pluralista preparado un texto capaz de cambiar la experiencia anterior.
Es verdad que hubo negociaciones y morigeraciones en el trabajo del Consejo, que la falta de flexibilidad no es nunca completamente unilateral, que el texto presentado es menos partisano que el anterior, pero en estos casos quien tiene la sartén por el mango es la fuerza mayoritaria y, también, la mayor responsabilidad en el fracaso de no lograr un acuerdo. La derecha clásica por cierto pecó de seguidismo.
Esto no ayuda a quienes buscan una adversariedad no rupturista, sean conservadores o progresistas. A quien le acomoda es a los extremos políticos, el conflicto colorea sus mejillas y los acuerdos los deja anoréxicos.
Pese a la cercanía de la fecha estamos lejos de saber cómo votará la gente.
La derecha en sus diversas tonalidades votará a favor, sectores moderados también lo harán, creyendo sinceramente que ayudan a pasar página.
Votarán en contra la izquierda en sus diversos tonos igualmente, una izquierda más reflexiva, que sacó lecciones del voto anterior y quería un acuerdo, una izquierda más radical que no le gustan los acuerdos y mantiene la esperanza que de alguna manera quede abierto el tema constitucional al que ven como un instrumento de lucha. Votaremos en contra quienes nos ubicamos en la centro-izquierda, ya lo hicimos frente al proyecto anterior y ahora quedamos viudos de un acuerdo. La razón será la misma, la ausencia de un proyecto que no sea de parte.
Curiosamente lo harán los derechistas a la derecha de la derecha, los irreductibles de la nostalgia aquella.
La gran mayoría de los votantes, que seguramente no pueden explicarse cómo diablos no se logró un acuerdo, y creen con gran sentido común que en esto no se les va la vida, seguramente nos depararán una sorpresa, pero no sabemos cual será.
Centrémonos entonces en el día después. Lo primero será dar por concluido el ciclo constitucional. De no hacerlo pasaríamos del error al ridículo.
Lo segundo, es tener claro que tanto el texto presentado como la constitución vigente, tantas veces reformada, requieren cambios, la primera en dirección a hacerla más laica y menos programática y la segunda renovando sus principios y la estructura del sistema electoral.
Esos cambios deberían ser realizados por las instituciones democráticas vigentes a través del probado camino de reformas, como suele suceder en las democracias maduras, sin poner el grito en el cielo y quitándole toda connotación apocalíptica.
Lo tercero es que debemos tomar conciencia de una vez por todas que, al igual que todo el mundo, atravesamos tiempos oscuros, de estancamiento económico, en el cual se desarrollan guerras cruentas y largas, y en donde la democracia peligra en muchas latitudes y no lejos de nosotros. Son tiempos, como dice el historiador suizo Jacob Burckardt, donde la gente busca “salvadores” que ofrezcan soluciones duras y simples “les terribles simplificateurs”, los terribles simplificadores.
En Chile no atravesamos un tiempo de buenos resultados. A palos estamos comenzando a recordar que el bienestar social requiere de crecimiento económico. De no contar con recursos e inversiones productivas no hay reforma, incluso la tributaria, que valga, las noticias en empleo, educación, salud, y vivienda seguirán siendo malas o muy mediocres. La lucha por la seguridad ciudadana y el ordenamiento del tema migratorio, insuficiente.
Aumentará el descreimiento, la corrupción, la desesperanza y la xenofobia.
Ello no es inevitable si dejamos de lado la retórica refundacional y ponemos en valor el reformismo positivo que nos condujo a un desarrollo exitoso, de adversariedad constructiva. Es lo único que puede permitir un nuevo impulso propulsivo y sacarnos de la modorra vocinglera.
Ello requiere otro talante tanto del oficialismo como de la oposición, una apuesta fuerte por cooperar para obtener resultados.
No es el 17 de diciembre lo que decidirá nuestro futuro, es el día después, lo que se haga los días que seguirán sea cual sea el resultado, porque si algo hemos aprendido en estos años es que ellos cambian con mucha facilidad y de manera copernicana. Los que rugen como leones en poco tiempo belan como frágiles corderillos y viceversa. Es mejor una actitud serena que permita un país estable y próspero.
Se requiere una forma de convivencia donde primen buenas razones, un sano realismo, y que se reduzcan los malos sentimientos. Digo se reduzcan porque que desparezcan es ajeno a la naturaleza humana, que es como bien sabemos demasiado humana.
En todo caso se requerirá más espíritu colectivo, más cooperación democrática, algo menos de doctrina y algo más de idealismo pragmático.
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