Columna de Felipe Balmaceda: Claudicar, acordar y avanzar o naufragar

Boric y PC
Foto: Presidencia.


Chile se desarrolló como nunca en su historia entre 1990 y octubre de 2019. La pobreza disminuyó desde 45% a 8.3%, el índice de Gini cayó desde 57,2% a 44.4%, la esperanza de vida al nacer aumentó de 72 a 80 años, la producción de agua potable como porcentaje del PGB se duplicó, el uso de sistemas sanitarios seguros creció más de 50%, la inversión extranjera directa aumentó de 2% del PGB a 9.8% entre 1990 y 2014, cayó fuertemente entre 2014-2017 a 1.9%, para repuntar en entre 2017 y 2019 a 4.9%, y la participación en la educación superior creció desde 21% a 93%.

Las causas para el éxito fueron variadas, pero hay dos fundamentales. La primera es que la política proveyó condiciones, aunque imperfectas, para que los individuos desarrollen con libertad sus proyectos vitales. La segunda fue que la política consistió en concordar proyectos basados en gran medida en el conocimiento técnico, atendiendo a las restricciones políticas, y sacrificando parcialmente objetivos partisanos. Sin embargo, este proceso político devino, como siempre ocurre cuando una élite se perpetúa en el poder, en malas prácticas, autocomplacencia, e inmovilismo. Como resultado de esto, el proceso político más exitoso de nuestra historia fue devorado por su propio éxito y terminó con la revuelta de octubre de 2019, la que implicó violencia, destrucción patrimonial e institucional, un mayor debilitamiento de la política, y retroceso en muchos de los logros mencionados.

Retomar la senda del progreso sostenido demanda mayor competitividad en todos los mercados (laborales, salud, educacional, político) de forma tal que se disipen las rentas y el mérito juegue un rol importante en el éxito individual y colectivo. A nivel estatal también se necesita mayor competividad. Ello requiere cambios en los sistemas de selección y despido, limitar cargos de confianza, mayor transparencia en procesos de compras, mejores mecanismos de evaluación de política públicas, y, sobre todo, mejorar la asignación de recursos en pos de aminorar las consecuencias de las condiciones iniciales de forma tal que las trayectorias vitales dependan menos de ellas que del mérito personal.

Los gobernantes actuales creen que la competencia sólo promueve el individualismo, aliena a los ciudadanos, corroe los valores tradicionales, y destruye el tejido social. Incrédulos del valor de la competencia y el mérito y carentes de un relato y un proyecto político de mayorías, ellos adhieren a la idea de que el control político requiere control cultural. Para ello, recurren a la vieja estrategia de la lucha de clases, pero aplicada a la lucha de identidades –muchas de las cuales han sido articuladas con el sólo fin de ser instrumentalizadas políticamente– con el consiguiente resentimiento que ello conlleva.

Lamentablemente, si la derecha radical hubiese triunfado las cosas no serían muy diferentes. Evidentemente, los postulados y propuestas de la derecha radical, incrédula del rol del Estado, con poco aprecio por el rol que juegan las condiciones iniciales en los resultados finales, y mucho aprecio por la moral cristiana como ordenador social son diferentes a las ideas y proyectos de la izquierda radical que nos gobierna. Sin embargo, esa diferencia es más aparente que real. Ambos proponen proyectos de minorías identitarios que atienden sólo objetivos partisanos, ignoran que la política es el acto de resolver los conflictos en función del bien común, lo que demanda sacrificios y acuerdos, utilizan todos los medios posibles, sin importar su validez, para lograr sus fines, tienen poco aprecio por el conocimiento y la evidencia, y demasiado por las propias certezas. Postulan sociedades donde los resultados individuales son producto de las condiciones iniciales y/o identidades y no del mérito personal.

Para salir de esta crisis necesitamos que el gobierno claudique su proyecto político reformista e identitario, administre los conflictos actuales de la mejor forma posible y acuerde los caminos a seguir con las fuerzas políticas moderadas. Sin ello, corremos el riesgo de que los próximos gobiernos sean de derecha o de izquierda radical y, en ese caso, el país seguirá su lento, pero perpetuo, naufragio.