Columna de Gabriel Alemparte: El espejo español
Mito o no, siempre ronda en la política chilena el espejo español. España, dicen es una suerte de oráculo de lo que ocurre u ocurrirá en Chile y su debate público. En 1996, a la derrota de Felipe González, en el poder por 14 años consecutivos, auguraba pocos años después el triunfo de Ricardo Lagos. Aznar se adelantó a Piñera, y las formas de Zapatero rimaron con las de Bachelet. Pero el reflejo –con sus distancias y cercanías- más patente, fue el crecimiento de los “indignados” y el liderazgo naciente de Podemos con Pablo Iglesias. Mientras acá la generación gobernante comenzaba la revolución pingüina, que acabaría en el 18 de octubre. España enfrentaba la borrachera independentista con Puigdemont y los suyos que terminó con la huida de España. El resto es conocido, el Frente Amplio chileno, su relación con el líder podemista, Errejón (que les enseñó técnicas, copiadas con aplicación poco santa) y su grupo. Luego, la incorporación de éstos en el gobierno de Sánchez como socios minoritarios del PSOE, pagando la impericia de Podemos, y el Socialismo Democrático chileno asumiendo los costos del Frente Amplio, al hacerse cargo de las áreas más sensibles del gobierno como vagón de cola para poner orden entre el caos. Como en todo, la historia no se repite, pero rima.
Sánchez ha sido investido, haciendo todo lo que dijo que no haría. No pactaría con los independentistas catalanes, y con ellos, amnistía mediante, terminó pactando a costo de la democracia. Dijo que no transaría con Bildu los más duros nacionalistas vascos y no le importó, el objetivo, un puñado de votos.
En esta orilla, con un gobierno agotado, una coalición de gobierno sin ninguna afección –en esto se parecen al PSOE y Sumar o Podemos en la pasada legislatura-, con una izquierda en una crisis total de ideas, nos aprontamos a un plebiscito, donde el sector se propone convencernos que el proceso constituyente no se abrirá más, en una desesperada medida para ganar electores. Tal como Sánchez buscaba acuerdos y espurios votos en el “pirquineo” del Congreso -guardando las distancias de la comparación-, Vidal y Quintana, luego de prometer un nuevo estallido social, son artífices –con otros- de una carta con letra chica. “Por hoy” “durante este gobierno” han sido los eufemismos -dicen sin convicción-, no se abrirá un nuevo proceso constituyente. Una semana antes Quintana decía “no antes de 2030″, mientras sus socios más radicales, no han podido negar, ni en público, ni menos en privado, concurrir al Congreso con el proyecto elaborado por los expertos u otros buscar el anhelado “nirvana” en una nueva asamblea constituyente construida en la calle; Sin “tanta violencia” nos decía un inflamado Stingo hace unos meses.
Con todo, el atolladero es difícil, pactar significa no romper convicciones básicas decían furiosos Felipe González, Alfonso Guerra y Josep Borrell, los viejos barones socialistas frente al frío Sánchez. Acá, pactar significa, y digámoslo con claridad, esperar el momento exacto para acometer el propósito de acabar con la Constitución de 1980. Dos pasos adelante, uno para atrás rezaba la vieja consigna. Repliegue táctico dicen otros. Lo que está claro, es que el apoyo a la Constitución de los “cuatro generales” como la llamaban antes, para volver –en cualquiera de las formas- tras ella será un objetivo de tiempo. Pensar otra cosa, solo es creer que la historia se detiene, por ello es imperativo cerrar el proceso con la firma y promulgación del Presidente Boric de una Constitución nacida en democracia, ello apagará argumentos para no repetir lo mismo.
Gabriel Alemparte, abogado.