Columna de Gabriel Zaliasnik: El puerto y el espejismo
La recién aprobada reforma previsional permite visualizar cómo el sistema político se ha agotado.
En el cuento El puerto de Vladimir Nabokov, el protagonista llega a un antiguo desembarcadero francés con la esperanza de encontrar alivio tras huir de una vida insoportable en Constantinopla. Sin embargo, pronto experimenta una sensación de desilusión, vacío y desencanto que refleja cómo, frecuentemente, destinos idealizados no cumplen las expectativas.
Esta metáfora aplica a Chile. La recién aprobada reforma previsional permite visualizar cómo el sistema político se ha agotado. Sin cuestionar ni apoyar una reforma que a todas luces representa una carga tributaria adicional, es fácil advertir que los únicos ganadores -si los hay- son una élite política que, a ratos, parece provocar o prolongar los problemas que después triunfalmente dice solucionar. Tanto oficialismo como oposición se desenvuelven en un desconectado juego de máscaras y equilibrios, en el que priman sus intereses más mezquinos: próximas elecciones presidenciales, nuevos entes que rellenar con más burocracia, y recursos frescos para usar en esa misma hipertrofiada burocracia y sobrendeudado Estado.
La desconexión es brutal. Basta ver la descomposición política del país desde la modificación del sistema binominal. Reformas tributarias que se celebraron como grandes acuerdos, lejos de dar certeza y credibilidad, devinieron en estancamiento, decadencia y pobreza; reformas educacionales impulsadas por el actual oficialismo, que solo causaron un deterioro irreversible del capital humano; el fracasado proceso constituyente, que solo trajo efervescencia a niveles paroxísticos en la primera Convención Constitucional y aburrimiento ciudadano en la segunda. Es más, de estos últimos años, solo queda el sabor amargo y repetido, casi vacío, del seudo “deber cívico cumplido”, participando de un ritual carnavalesco de elecciones que han llegado a colmar a la ciudadanía.
El hartazgo debiera ser evidente, pero la clase política celebra. En una democracia de sociedades complejas, es buena política alcanzar acuerdos, pero el valor de ellos no está en el acuerdo per se, sino en impregnar a estos de un genuino cambio de paradigma que refleje un renovado pacto de cohesión entre quienes piensan diferente. Meros acuerdos coyunturales revestidos de fríos cálculos de corto plazo solo satisfacen a quienes los celebran. Se trata de un espejismo que confunde, calma momentáneamente la ansiedad, pero no resuelve nada, pues posterga la batalla para otra ocasión.
En ese trance, el acuerdo es solo una quimérica tregua, como lo fue el proceso constituyente, en medio de un proceso revolucionario que sigue su curso, tal vez más pausado y debilitado, pero que no ha terminado. En El puerto, Nikitin -el protagonista- al menos tuvo su epifanía: entendió que lo que buscaba no existía. Ojalá la clase política chilena no tarde demasiado en llegar a la misma conclusión, pues solo cuando se extingan las brasas de ese proceso habrá verdadero motivo para celebrar.
Por Gabriel Zaliasnik, profesor de Derecho Penal, Facultad de Derecho, Universidad de Chile
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