Columna de Gabriel Zaliasnik: La Virgen de los sicarios
“Algún día, cuando menos lo pensemos, queriendo o no queriendo, iremos a dar a la morgue a ver si sí o si no, a contar cadáveres, a sumárselos a las cifras desorbitadas de la Muerte, mi señora, la única que aquí reina”. Así, vivamente, el escritor colombiano Fernando Vallejo narra en su novela “La Virgen de los sicarios” la situación de violencia endémica de su país. A través de la historia de amor entre el protagonista y un joven sicario, nos presenta la violencia y falta de control en las calles de Medellín. Es lamentable, pero el parecido con la situación actual de Chile es cercano. El crimen organizado llegó a nuestro país, y todo indica que para quedarse. La inédita violencia sin control ha generado un clima de inseguridad y temor en la población, que afecta dramáticamente el tejido social.
Del mismo modo como acaeció en Colombia, la muerte homicida se ha normalizado y dejó de ser noticia. Todos los días nuevas víctimas se suman a este infinito desfile de sangre. No solo el sicariato ya es una realidad, sino que cualquier robo termina o puede terminar con más de un fallecido. El valor de la vida se ha depreciado. Además, la criminalidad no solo es más violenta, sino cada vez más joven, lo que da cuenta que la desesperanza de muchos es aprovechada por el crimen organizado. Los soldados de esta guerra nacen virtualmente sabiendo que su vida será breve. Sin embargo, al igual que a Vallejo, “la fugacidad de la vida humana a mí no me inquieta; me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar”. Esto último se refleja en la tentación por minimizar la situación o bien, hacer creer que esta se controla con mera retórica y una tardía batería de leyes.
De allí que uno se pregunte con escepticismo, ¿cómo se sale de este círculo vicioso? ¿Cómo se recuperan barrios y territorios en manos de bandas criminales de todo tipo? ¿Cómo se pone término al ciclo de odios y venganzas que genera la disputa por el negocio delictual?
Sin lugar a dudas la intervención del Estado usando el monopolio de la fuerza que posee debe ser decidida y no errática como hasta ahora. Un buen ejemplo de ello es el intento de acotar el efecto de la Ley Nain-Retamal mediante un proyecto de Reglas de Uso de la Fuerza (RUF) que parece no entender la importancia del vigor con que se debe apoyar a las fuerzas encargadas de combatir el delito y preservar la seguridad y el orden público. Se persiste en una errada aplicación del principio de proporcionalidad, al pretender que “el tipo y nivel de fuerza empleada debe determinarse en atención al grado de resistencia o agresión…”. Este es un sin sentido. Precisamente de lo que se trata es de ocupar una fuerza superior -con racionalidad - de manera de disuadir y someter a la delincuencia. Mientras no exista consenso y convicción en ello -la nueva Constitución ofrece aquí una gran oportunidad-, esta seguirá siendo una batalla perdida.
Por Gabriel Zaliasnik, profesor de Derecho Penal, Facultad de Derecho U. de Chile