Columna de Giorgio Jackson: Elon Musk, algoritmos y la democracia

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Tras la polémica desatada por el gesto de Elon Musk en la ceremonia inaugural del nuevo Presidente de Estados Unidos, podemos detenernos a pensar un minuto sobre el rol de los magnates tecnológicos como Musk, los algoritmos sobre los que funcionan plataformas como X y los riesgos para nuestra convivencia en común.

La democracia supone, en palabras del expresidente republicano Abraham Lincoln, “el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Un ideal revolucionario que si bien tiene sus orígenes hace más de 2.500 años en la antigua Grecia, recién hace 250 años tiene su expresión moderna.

De hecho, buena parte de los consensos globales en el contexto de las democracias liberales del último siglo han estado dados por intentar proteger los derechos de las personas por el sólo hecho de serlo. Al mismo tiempo, la protección de esos derechos humanos y el buen funcionamiento de una democracia exigen poner límites al poder económico y al poder político, con controles y equilibrios que apunten a garantizar el bien común.

Así es como tanto los derechos humanos, la libertad de asociación, de prensa, las leyes antimonopolio y las leyes contra fraudes económicos, entre muchas otras, han buscado -con mayor o menor éxito- resguardar la libertad y el bienestar de las personas tanto a nivel individual como colectivo.

Por su parte, los algoritmos con los que convivimos día a día desafían varios aspectos centrales de la sana convivencia. De partida, la complejidad algorítmica de hoy no guarda relación con otras tecnologías del pasado. No era necesario saber cómo funcionaba la imprenta o un televisor para entender qué son, independiente de la pregunta o sospecha sobre quienes controlaban la línea editorial. Hoy, el problema es incluso anterior. No saber con certeza cómo funcionan los sensores de nuestros dispositivos, el flujo de información de nuestros datos y el funcionamiento final del algoritmo nos impide comprender realmente nuestra experiencia de consumo tecnológico. Somos analfabetos algorítmicos que se enfrentan entre sí en las redes sociales, mediados por un algoritmo que premia las reacciones polarizantes y nos tiene al son de un ritmo que creemos haber puesto. “Es un signo de poder superior cuando el súbdito quiere expresamente, por sí mismo, lo que quiere el soberano”, apunta Byung-Chul Han en su libro Sobre el poder.

Hay un intercambio profundamente desigual. Entregamos nuestros datos a un algoritmo que no tenemos cómo llegar a entender, para luego ser objetos de publicidad hiperpersonalizada. Y al mismo tiempo, estas plataformas tecnológicas tienden a ser monopolios que nos dejan prácticamente sin alternativas, salvo la desconexión. Nunca antes en la historia tan pocas personas concentraron tanto poder económico y mediático como en la actualidad. La diferencia con las peores pesadillas de Orwell es que en la actualidad dicha concentración y uso del poder se extienden bajo una narrativa de la meritocracia y la libertad. Como si las trayectorias de quienes ostentan dicho poder fueran un justificante para no tener los contrapesos razonables que exige una democracia.

Así tenemos que cuando un Estado -sobre el cual recaen contrapesos y la deliberación democrática periódica- controla mucha información de la población a discreción, es totalitario. Pero cuando los señores de este nuevo feudalismo -ahora digital- hacen exactamente lo mismo, es manifestación de la libertad, y cualquier restricción es tratada como un impedimento a la innovación y al progreso.

En el caso de Elon Musk, el hombre más millonario del mundo, dueño de Twitter (X), de la inteligencia artificial “Grok”, de los microchips cerebrales Neuralink, de la empresa de transporte espacial SpaceX y de la automotriz Tesla, entre otras, se suma ahora su poder político.

Desde que decidió apoyar la candidatura de Trump, además de donarle 250 millones de dólares, hizo de X uno de los principales campos de batalla electoral, sin que nadie pueda garantizar la imparcialidad de sus algoritmos. Hoy ejerce como encargado del Departamento de Eficiencia Gubernamental y pareciera que no se le toma el peso a la inmensidad de conflictos de interés que pudieran involucrar su actuar.

¿Cómo sobreviven las democracias contemporáneas a la crisis de confianza que deviene de la falta de transparencia algorítmica y de intereses respecto de quienes intervienen ya no sólo en un país, sino de forma omnipotente en tantas áreas de nuestra vida cotidiana?

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