Columna de Gonzalo Blumel: la política de la indignación
La indignación pareciera ser un fenómeno global que llegó para quedarse. Daniel Innerarity ya lo advertía hace una década: las emociones juegan un papel central en la política contemporánea. Esto no comenzó con Podemos en España (2014), Trump en Estados Unidos (2016) o Bolsonaro en Brasil (2018). La rabia ha sido siempre una herramienta eficaz para ganar elecciones. Así ocurrió con Mussolini en 1922, tras la Marcha sobre Roma; lo mismo con Hitler a principios de los años 30. El resto de la historia es conocida.
Chile no ha sido ajeno a este fenómeno. Desde Franco Parisi hasta Eduardo Artés, quien incluso se indignó con un imaginario gobierno propio, la rabia ha venido tomándose la escena política. Ya en las movilizaciones estudiantiles de 2011, sus principales líderes –Boric, Jackson y Vallejo– apelaron al enfado de las masas para impulsar sus demandas. Aquel guion lo repetirían el Frente Amplio y el PC durante el estallido social, aunque amplificado hasta el infinito. Esa irresponsabilidad nos llevó al borde del precipicio.
La prudencia, el diálogo abierto y la racionalidad parecen palabras proscritas del diccionario político local (la presidenta del PS afirmó que no le agradaba en nada el concepto moderación). La inteligencia artificial y las redes sociales han aportado lo suyo, como bien lo describe Harari en su último libro, Nexus.
No hay que ser ingenuos. La indignación es una emoción poderosa para lograr cambios, pero también conlleva riesgos significativos. Y en un año electoral como el que vive Chile, es crucial reflexionar sobre cómo esta emoción moldea el debate público y cómo canalizarla de manera constructiva.
Porque la rabia puede ser muy útil para ganar elecciones, pero puede volverse un búmeran a la hora de gobernar. El Frente Amplio construyó su proyecto político en base a la indignación, y los resultados están a la vista.
El primer problema de la rabia es que es reactiva y simplificadora. Suele traducirse en discursos populistas que prometen soluciones rápidas y radicales a desafíos complejos. Pero la realidad siempre se impone y, más temprano que tarde, terminan desmoronándose. Los problemas de seguridad se iban a resolver refundando Carabineros, y hoy la autoridad se jacta de haberles entregado recursos récord. Las malas pensiones se solucionarían con un nuevo sistema de reparto, y hoy tenemos más capitalización individual y AFP 2.0.
Estas contradicciones no serían un problema si quedaran solo en el plano discursivo. La consecuencia de debilitar a Carabineros fue facilitarle el camino al crimen organizado. Dilatar los cambios previsionales por más de una década perjudicó a miles de pensionados actuales y futuros.
Un segundo problema con la indignación en modo permanente es que erosiona la confianza en las instituciones y sus representantes. Y a la hora de gobernar, se necesita justamente lo contrario. Si esta se convierte en el motor único de la política, no es de extrañar entonces que la ciudadanía adhiera cada vez más a liderazgos rupturistas o abiertamente autoritarios. Ya sea por la derecha o por la izquierda. Ese camino puede no tener retorno si extremamos las cosas.
Tampoco se trata de desconocer las causas de la rabia. Esta no surge de la nada ni es mera ficción. Es necesario gestionarla en forma responsable, mediante soluciones concretas y sostenibles. La violencia delictual, la falta de oportunidades, el costo de la vida, son realidades que asfixian a millones de compatriotas y deben ser abordadas con urgencia.
Para ello, se necesitará liderazgo, pedagogía política, propuestas serias, negociación y compromiso. Aunque haga más difícil ganar elecciones. Es la única receta que funciona para gobernar.
Por Gonzalo Blumel, Horizontal.
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