Columna de Gonzalo Blumel: La violencia

Columna de Gonzalo Blumel: la violencia
Columna de Gonzalo Blumel: la violencia


América Latina ha sido históricamente una región violenta. Desde la conquista española, las guerras de independencia y el turbulento periodo de organización republicana, hasta los grandes conflictos ideológicos del siglo XX, con sus revoluciones, golpes y guerrillas, no hemos tenido periodos prolongados de estabilidad y progreso.

Hoy la violencia corre por cuenta del crimen organizado. Según Insight Crime, en 2023 se cometieron 117 mil homicidios en la región, lo que representa una tasa de 20 por cada 100 mil habitantes, la más alta en el mundo y más del triple del promedio global (5,8). La trágica delantera la llevan Ecuador (44,5), Venezuela (26,8), Colombia (25,7) y México (23,3), mientras que países tradicionalmente seguros, como Chile (4,5), Uruguay (11,2) y Costa Rica (17,2), muestran una preocupante tendencia al alza.

De hecho, Latinoamérica alberga el 9% de la población, pero registra un tercio de los homicidios a nivel mundial, de los cuales la mitad está asociado al crimen organizado (en comparación con el 24% global).

Estas estadísticas no son solo frías cifras. Constituyen una verdadera lápida para el desarrollo de nuestros países. Diversos estudios muestran que la criminalidad afecta el bienestar de las personas (51% declara no sentirse seguro), incrementa el costo de hacer negocios (una de cada cuatro empresas lo considera una restricción seria), socava el Estado de Derecho, erosiona la confianza en las instituciones y le cuesta a la región anualmente el 3,5% del PIB.

Con dolor tenemos que admitir que Chile ya no es la excepción. No solo duplicamos (o triplicamos según la fuente) nuestra tasa de homicidios, alcanzando la que tenía Ecuador hace apenas cinco años. Hoy abundan las armas con alto poder de fuego en manos de bandas nacionales y transnacionales, como el Tren de Aragua o el Primer Comando Capital, cuyo principal negocio ya no es únicamente el tráfico de drogas. En la actualidad constituyen una verdadera industria criminal especializada en diferentes ilícitos, como la trata de personas, los secuestros, las extorsiones y el sicariato.

Esta dramática realidad no responde solo a nuestra condición de latinoamericanos. Se debe, por una parte, a la creciente debilidad de nuestras instituciones (sistema judicial, Gendarmería, SII, UAF, Aduanas, ANI). Pero también se debe al inconcebible harakiri que nos hicimos durante el estallido social, cuando algunos (que hoy gobiernan), por motivos eminentemente políticos, pusieron en duda lo más esencial del pacto social: el deber del Estado de contener la violencia mediante el uso legítimo de la fuerza. No podía salir gratis tanto desvarío, tanta irresponsabilidad, tanta empatía por las “vías de facto”. No podía ser inocuo homenajear a la “primera línea”, romantizar a los violentos o pretender refundar a las policías.

Cerrar esa caja de Pandora no será sencillo. La incompetencia (o el aprovechamiento) de la política frente a la violencia puede tener efectos devastadores. En Colombia, el Bogotazo de 1948 costó décadas de conflictos y dolores, tanto que dicho periodo es conocido como La Violencia (vale la pena leer alguna de las magníficas novelas de Juan Gabriel Vásquez para entender lo que está en juego). Y en Venezuela, el Caracazo de 1989 derivó en una dictadura larga y oprobiosa, que ha favorecido el surgimiento de mafias que amenazan la seguridad de la región.

Por lo mismo, tenemos que tomarnos muy en serio lo que está pasando. No hay espacio para titubeos o mezquindades, ni en el gobierno ni en la oposición (que dicho sea de paso, ha aprobado todo lo que se ha propuesto). Se requiere urgente un pacto por la seguridad. Este es, a no dudarlo, el mayor desafío país desde el retorno a la democracia.

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