Columna de Gonzalo Blumel: Piñera en tres momentos
Conocí a Sebastián Piñera el 2009, en el marco de su campaña presidencial. Colaboré en la elaboración de su programa de medioambiente, como cientos de profesionales que participaron en los Grupos Tantauco. Tenía 30 años y venía recién llegando de un posgrado en el extranjero.
Reconozco que, como se ha dicho tantas veces, me impresionó su velocidad mental y capacidad de trabajo. Sabía de todo, dominaba los datos con rigor y trabajaba, literalmente, de sol a sol. Sin feriados ni festivos. Me pidió estudiar en detalle los costos y plazos de uno de sus proyectos estrella: Un chileno, un árbol. “No basta con que la idea sea buena, también tiene que poder hacerse”, me dijo.
Con los años, no obstante, aprendí a conocer otras facetas de su liderazgo que me marcaron. Durante una década trabajando a su lado, en diversas posiciones, pude apreciar algunas cualidades que, creo, explican la forma en que ha crecido su figura con el tiempo.
La primera es el coraje con que enfrentaba las dificultades. Sobran los ejemplos. El caso más emblemático fue el rescate de los mineros. Recuerdo una reunión en La Moneda en agosto de 2011, el viernes previo a que los encontraran. En ese entonces, yo dirigía la División de Estudios de la Segpres, donde solíamos organizar encuentros con analistas y expertos en comunicaciones para comentar la contingencia, observaciones que luego reportábamos al Mandatario. En dicha reunión, unánimemente nos recomendaron terminar la búsqueda. “Se van a desangrar políticamente”, afirmó uno de los invitados. “Es puro costo”, señaló otro. Incluso, alguien propuso realizar unas exequias simbólicas. Por supuesto, Piñera no tomó en cuenta ninguna de esas opiniones y, 48 horas después, los benditos sondajes dieron con los mineros. El rescate fue una fiesta que se volvió un hito mundial.
La segunda era su profundo sentido del deber. En mi memoria quedó grabada una conversación que sostuvimos en Paracas, Perú, en diciembre de 2016, adonde había sido invitado a un foro empresarial. Venía en un gran momento: Chile Vamos había ganado las municipales y él lideraba cómodamente en las encuestas. Era un hecho que si se presentaba obtendría un segundo mandato. Pese a ello, no daba ninguna señal en relación a la presidencial. Ni siquiera a quienes éramos sus más cercanos. En un instante dado, tarde en la noche y de regreso al hotel, me animé a preguntarle si se lanzaría. “Si dependiese solo de mí, por ningún motivo”, me respondió tajante. Argumentó que la política se había vuelto en extremo odiosa y virulenta. “Ya no hay grandeza, capacidad de diálogo ni buena voluntad”.
Me quedé helado. El país atravesaba años difíciles -eran tiempos de retroexcavadoras y de quitar patines-, y no podía creer que nuestro principal líder pudiese restarse teniendo la primera opción de cambiar el curso de las cosas. Sin embargo, apenas regresamos a Santiago, nos pusimos a preparar su programa de gobierno, como si nada, aun sabiendo que podía venir una tormenta. Esquivar el bulto no iba con su forma de ser.
La tercera era la prudencia con que abordaba los temas más complejos. Siempre evaluaba beneficios y costos, anticipaba escenarios y medía riesgos. Así fue la noche del 12 de noviembre de 2019, cuando arreciaba la violencia en las calles. Muchos le recomendaban optar por la fuerza militar antes que buscar una salida política. La historia es conocida. Se encerró en su oficina y, finalmente, optó por el segundo camino. Sabía que propiciar un enfrentamiento entre compatriotas podía tener consecuencias trágicas para el país. Por lo mismo, valía la pena insistir en un acuerdo, aunque las chances fueran mínimas. Finalmente se alcanzó. La decisión tuvo un alto costo entre los propios. Aquello no le fue indiferente, pero lo aceptó con asombrosa tranquilidad.
El tiempo, qué duda cabe, le terminó dando la razón.
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