Columna de Gonzalo Bustamante: El último emprendedor: Horst Paulmann y el ocaso de una generación empresarial
La muerte de Horst Paulmann a los 89 años marca el ocaso de una estirpe empresarial en vías de extinción. Pocos pueden afirmar, como era su caso, haber sido verdaderamente un emprendedor en el sentido más puro del término: aquel que crea, edifica y transforma un sector desde sus cimientos.
A primera vista, Paulmann parece distanciarse de figuras como François Pinault o Anton Rupert, otros titanes empresariales de su generación. El francés Pinault, el único de esta tríada que aún vive, es el fundador de un imperio del lujo que incluye marcas como Gucci y Saint Laurent. Trasformó su vida desde humildes orígenes hasta convertirse en uno de los mayores coleccionistas de arte contemporáneo del mundo. Su relación con el arte no responde a modas pasajeras, sino a una genuina pasión que trasciende lo estético. Su peculiar visión política es igualmente fascinante: «Izquierda, derecha, ¿qué significa eso? No termino de entenderlo». Se definió como «antiburgués» y mantuvo relaciones con figuras dispares como el gaullista Jacques Chirac o el socialista François Hollande. Su capacidad para dialogar con el poder político desde la independencia intelectual lo distingue como una figura que trasciende las etiquetas convencionales.
Por su parte, el sudafricano Anton Rupert —quien describió las fronteras de las naciones africanas como territorios que habían sido «repartidos como un mazo de cartas entre potencias coloniales»— creó un imperio de lujo y tabaco, sus raíces eran modestas. Sin embargo, su verdadero legado reside en su compromiso con una Sudáfrica unida y su visión medioambiental, materializada en la creación de «parques de paz» transfronterizos. «Nuestro sueño era la creación de parques transfronterizos que trascendieran las barreras artificiales y las fronteras nacionales», declaró Rupert, abrazando una concepción del empresariado como fuerza transformadora que va más allá del ámbito económico y la mera defensa de intereses.
Paulmann encarnó una filosofía diferente, pero no menos potente. Su visión nunca estuvo ideologizada ni buscó transformar las sociedades donde operaba según dogmas preconcebidos. Para él, la verdadera aportación social radicaba en la creación de empleo y riqueza a través de sus empresas. «No hay que tenerle miedo al trabajo. Llevo 75 años trabajando. Empecé a trabajar a los 13 años», declaró en su última entrevista. Esta inquebrantable ética laboral se manifestaba en jornadas de 14 a 16 horas diarias, incluso en sus últimos años.
Lamentablemente, esta generación de constructores está siendo reemplazada por una nueva clase empresarial global caracterizada por una imprudencia sin par y una pretensión mesiánica de remodelar el mundo según sus ideologías particulares. Los empresarios «ketamina» de nuestro tiempo —desde Musk y Thiel hasta Bolloré— afirman querer transformar la sociedad, pero sus intereses comerciales están en la base de sus acciones.
La paradoja es reveladora: mientras Paulmann construía supermercados porque consideraba que «si hay crisis, la gente no compra coches, ni televisores ni zapatos, pero sí comida todos los días», los nuevos titanes tecnológicos predican revoluciones digitales que requieren, curiosamente, una concentración de poder sin precedentes en sus propias manos.
Con la partida de Paulmann no solo perdemos a un empresario excepcional, sino también un testimonio viviente de una forma de entender el capitalismo: no como plataforma para la ingeniería social, sino como motor para la creación de valor real. Ricardo Lagos demostró notable clarividencia al concederle la nacionalidad por gracia en 2005, reconociendo en él no a un extranjero que hacía negocios en Chile, sino a un constructor genuino del país.
Por Gonzalo Bustamante, profesor Universidad Adolfo Ibáñez
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