Columna de Gonzalo Cordero: Con “f” de fascismo
En pocos días dos episodios de violencia política nos llamaron la atención y lo hicieron, en buena medida, por la cercanía temporal, por venir aparentemente de polos opuestos y por ser sustantivamente tan semejantes. Me refiero a las funas que sufrieron Javier Macaya por parte del llamado “team patriota” y la que los “ciclistas” hicieron a Cristián Warnken en su casa.
Ambas son expresiones de evidente e inaceptable violencia, que buscan a través del insulto, el grito, el rayado y la amenaza, amedrentar a sus destinatarios o, como se dice actualmente, cancelarlos. En ambos casos, no solo los medios empleados, sino también la supuesta justificación es la misma: Macaya y Warnken serían “traidores”; los dos habrían traicionado a un grupo, a un ente colectivo que reclama para sí una fidelidad absoluta, que no admite la discrepancia y que no enarbola la contradicción racional del argumento, porque detrás de la funa no hay razones, sino emociones colectivas y agresión.
Esa combinación de colectivismo, emocionalidad y violencia es lo que en el siglo pasado encarnaron los distintos movimientos fascistas que asolaron, junto al comunismo, a buena parte del planeta. A Macaya lo ataca un grupo que se autocalifica de “patriota”, sus últimas acciones -básicamente el acuerdo constitucional- justificarían que se le dispense el trato que se reserva a los infieles: primero la denuncia, luego la expulsión y finalmente la aniquilación. Es que con los “patriotas” no se razona, ni se discrepa, se comparten sus intereses o se es enemigo.
En el caso de Warnken la traición no es a un grupo que evoque alguna forma de nacionalismo, sino a los intereses de una clase, que él antes defendió y que ahora, con sus ideas y posiciones, abandonó. Es que el intelectual fundador de “Amarillos” es la encarnación misma del apóstata y, por lo tanto, es obviamente peligroso. Warnken puede desacralizar la utopía, puede decir que la política no se divide entre buenos y malos, entre débiles y poderosos, que las soluciones no son tan simples y que, en realidad, eso de que todo lo anterior es malo y hay que partir de cero es infantilismo o tontería, dependiendo la condición de quien lo dice. En “la granja” orwelliana eso es intolerable.
Por eso es que las funas son una regresión civilizatoria, como en su momento los fueron la noche de los cristales rotos en la Alemania nazi o las purgas en el estalinismo. El estado democrático de derecho es incompatible con ellas y debe combatirlas con el peso de la ley y la fuerza de sus instituciones. Este es el momento de apreciar que esa ley y esas instituciones que llevamos años denostando son la única defensa que tenemos para resguardar la civilización, lo que todavía nos queda de ella.
La funa es la manifestación de la manada, es la pretendida imposición del grupo por sobre la persona, de la emoción colectiva por sobre la razón individual, del anonimato por sobre la identidad. No me digan que ahí puede haber algo más que el fascismo brutal de siempre.