Columna de Gonzalo Cordero: El símbolo del fracaso
Desde que apareció en el escenario de lo público, ha sido políticamente arrogante. Ese es el rasgo que más claramente define su liderazgo y que se expresó de manera evidente cuando se refirió a la diferente escala de valores que tenían “ellos” y que los diferenciaba de quienes habían gobernado los treinta años. Pero, aunque menos obvia, su arrogancia se aprecia incluso con más profundidad en la convicción con la que defendió la donación de la mitad de su dieta a su partido político.
Su confusión, al asimilar su proyecto personal con el bien superior al que dirige su “generosidad”, de una manera que merecería reconocimiento social es, en parte, lo que le ha conferido ese aire mesiánico, esencialmente incompatible con la dinámica propia de la democracia. Al igual que también lo es esa especie de relación simbiótica con el Presidente de la República, en que solo habría entre ellos una diferencia de roles en la implementación de un proyecto compartido y que, ante todo, es de ambos. Esa pretendida forma de gobernar, que evoca el de los cónsules romanos, era y es incompatible con el ejercicio institucional del poder en una democracia moderna.
El gobierno está en una encrucijada que definirá el curso de lo que le resta: asume la realidad del fracaso y madura o sigue pegado a la retórica infantil, inventando un martirio donde el resto del país ve -con el derrumbe de RD- apenas un ordinario caso de corrupción como muchos, pero impúdico como pocos.
La primera reacción del oficialismo, esa que emplaza a la oposición a firmar el contrato de adhesión de sus reformas, porque “ya no tiene excusas”, es desalentadora. Es inconcebible que, a estas alturas, el gobierno siga empeñado en imponerle a la mayoría del país un nuevo sistema previsional, que crea un impuesto al trabajo de varios puntos de cotización, y una reforma tributaria que pretende transferir al Estado 8 mil millones de dólares más. Todo al mismo tiempo que la gente ve a diario como se descubre un traspaso millonario tras otro a “fundaciones amigas”.
La renuncia, para que tenga sentido y efectos, no puede ser solo el cambio de una persona por otra, ni menos un pretendido sacrificio por “la causa”. Lo que la inmensa mayoría del país reclama es que implique la renuncia a ese proyecto refundacional y barroco, recargado hasta el hastío de símbolos de rebeldía e identitarismo, tan ideologizados como elitistas. Se lo dijo en el plebiscito del 4 de septiembre, en la elección para el Consejo Constitucional y se lo reitera en cada nuevo estudio de opinión que se conoce.
El futuro del país sigue siendo incierto, porque el proyecto de una nueva Constitución está adherido al estado general de decepción con el discurso y los dirigentes que lo impulsaron. El desafío de legitimar una nueva Carta Fundamental se ve más difícil que nunca y exige recuperar en algo la confianza institucional en la política. La renuncia podría ayudar, si en el Frente Amplio asumen lo que es: el símbolo frío y sin épica de su fracaso.
Por Gonzalo Cordero, abogado
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