Columna de Gonzalo Cordero: Grandes desacuerdos

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Las sociedades que experimentan grandes traumas atraviesan períodos en que las reglas normales de convivencia se alteran en función de un objetivo mayor. Es normal que países en guerra tengan gobiernos de unidad nacional, en que todos los sectores se pliegan transitoriamente al esfuerzo común de la defensa.

El retorno a la democracia es también un buen ejemplo. En los primeros gobiernos a contar de 1990 vivimos la necesidad de asentar la naciente democracia, después de un período de brutal división y enfrentamiento.

En este contexto, los chilenos valoraban el diálogo sobre todo. Si algo se exigía a los políticos era que no pusieran en riesgo la estabilidad y la posibilidad de vivir bajo un régimen normal, de libertades y progreso. Así, acuñamos la expresión “grandes acuerdos” como rasgo distintivo de esa época.

Pero la transición se cerró. Hoy, la democracia tiene otros riesgos: el populismo y la ideologización, la inseguridad, el estancamiento económico o la corrupción que deslegitiman la política. Los riesgos del pasado ya no son los de hoy; por ello, la gente espera respuestas a sus requerimientos, quiere lo que es propio de la democracia en tiempos normales: la competencia franca, abierta, entre proyectos que se despliegan con claridad y que reivindican sus legítimas diferencias.

La coalición de izquierda que nos gobierna cree que el principal objetivo del Estado es asegurar la igualdad de resultados redistribuyendo rentas mediante un sector público fuerte, que impulse e imponga el orden social que ellos consideran bueno. Nos proponen impuestos para desincentivar el consumo de ciertos productos, sistemas universales de salud y educación; como siempre, ven la causa de los problemas en las personas y la solución en ese Estado grande y poderoso que anhelan.

La oposición, en cambio, ve -o debiera ver sin ambigüedades- la solución en las personas, en su creatividad y capacidad de trabajo; cree que el progreso individual es la mejor política social, porque resuelve las carencias incrementando la dignidad y no sacrificándola. El Estado no es la solución, es una ayuda indispensable, un generador de reglas cuya aplicación debe controlar con eficacia; un apoyo allí donde las condiciones impiden a las personas salir adelante por sí mismas. Pero no es, ni debe ser, el gran juez que nos dice cómo vivir, ni determinar el lugar que ocupamos en la sociedad. El Estado debe tener el tamaño preciso para cumplir esos deberes y los impuestos deben ser los mínimos posibles, porque son un mal necesario, por eso se “imponen”.

No es normal, ni sano, que estos grandes desacuerdos que nos definen se arbitren por las cúpulas políticas y menos aún por las gremiales, eso no se condice con la democracia liberal. Si un político de derecha cree que sería bueno subir impuestos y hacer crecer el Estado, que se cambie de sector o se postule con ese ideario, expresándolo francamente, pero que no se atribuya el derecho de acordar lo que a la gente corresponde dirimir con su voto.

Por Gonzalo Cordero, abogado

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