Columna de Gonzalo Cordero: Homenajes partisanos

garzon boric


El presidencialismo reúne en una sola persona la calidad de jefe de Estado y de Gobierno, dualidad que requiere la capacidad de discernir las funciones que corresponden a cada rol. El Presidente de la República, a veces actúa como jefe de Estado y en otras oportunidades como encargado del Gobierno; en su primera calidad encarna la unidad del Estado y le obliga a ejercer esa investidura en las materias y de la forma que nos incluya a todos, sin diferencias. Como contrapartida, tiene derecho a demandar legítimamente el respeto y adhesión general, pues respecto del jefe de Estado, en cuanto tal, no cabe la oposición política.

Lamentablemente, el Presidente Boric ha dado reiteradas muestras de no distinguir adecuadamente su doble condición, especialmente evidente ha sido esto en sus actividades fuera del país, aunque no exclusivamente, porque también acá ha defraudado los deberes de imparcialidad y respeto de las formas institucionales exigibles a esta, su máxima condición.

El homenaje rendido en España a Baltasar Garzón y luego a Jacques Chonchol, podrían ser comprensibles, a lo sumo, en el presidente de un partido político, pero no en el Presidente de la República. El señor Garzón es un reconocido activista político, que instrumentalizó de manera impúdica y carente de ética su rol de juez, al punto que fue expulsado de la judicatura española por prevaricar, colaboró con la representación jurídica de otro Estado en un litigio contra Chile y vino a nuestro país a respaldar el intento de derrocar por medios violentos al gobierno legítimamente constituido. Puede ser que la izquierda le deba mucho al señor Garzón, pero Chile no le debe nada.

El señor Chonchol, por su parte, es probablemente el principal impulsor y símbolo del proceso causante de la mayor división en el Chile democrático durante el siglo pasado. La reforma agraria encarnó y azuzó el odio propio de la lucha de clases, provocó una fractura en nuestra sociedad de tal profundidad que fue elemento central en el derrumbe de la democracia y sus dolorosos ecos resuenan hasta hoy. Si un sector político hubiese reivindicado su figura, se podría discrepar de sus razones, pero no del derecho de hacerlo. Es incomprensible, en cambio, que lo haga el jefe de Estado, cuyo principal deber es velar por la unidad de su pueblo.

La mirada que el Presidente Boric ha mostrado de los cincuenta años del 11 de septiembre, también son propios de un dirigente político, de aquel que está en la lucha por imponer su visión del conflicto, de ganar unos puntos en la disputa partisana y cultural de las facciones. Se entiende, por ejemplo, que el Presidente del Gobierno español reivindique la Segunda República, pero no se entendería que lo hiciera el Rey. Esa es la diferencia, cuya claridad parece no comprender adecuadamente nuestro jefe de Estado.

Paradojalmente, estos homenajes, por partisanos, resultan en una manera de privatización, al poner al servicio de algunos el primero de los cargos que se debe a todos.

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