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Columna de Gustavo Balmaceda: El costo-beneficio de delinquir

Gobierno informa medidas contra el crimen organizado al interior de recintos penitenciarios
Dragomir Yankovic/Aton Chile


El debate sobre la efectividad disuasoria del aumento de penas cobra renovada relevancia, producto del aumento de la criminalidad y la conmoción pública que los últimos hechos delictivos han generado. Si bien existe una corriente dominante que cuestiona la correlación entre severidad punitiva y reducción delictiva, existen fundamentos teóricos y empíricos que sustentan su potencial eficacia disuasoria en determinadas circunstancias y para ciertos tipos delictuales.

La evidencia empírica reciente demuestra que la disuasión, cuando se implementa de manera estratégica y focalizada, puede constituir un mecanismo eficaz para la reducción de conductas delictivas. Según revisiones sistemáticas de intervenciones basadas en este enfoque, aproximadamente el 80% de los estudios evaluados (19 de 24) evidenciaron reducciones estadísticamente significativas en la incidencia del problema delictivo objetivo, sin generar efectos de desplazamiento (Chainey et al, 2020), esto es, sin que el crimen se traslade geográficamente o que la comisión de delitos se desplace hacia aquellos con penas más bajas. Esto contradice la narrativa simplista que niega cualquier potencial disuasorio a las intervenciones punitivas.

El potencial disuasorio del castigo se maximiza cuando convergen dos factores fundamentales: la certeza en la aplicación de la sanción y la severidad de la misma. Aunque tradicionalmente se ha enfatizado la preponderancia de la certeza sobre la severidad, las tendencias contemporáneas en criminología reconocen que ambos elementos operan sinérgicamente. El incremento punitivo, cuando se acompaña de mecanismos que aumentan la probabilidad de detección y sanción, puede configurar un escenario con mayor potencial disuasorio para determinados perfiles delictuales.

La reciente reforma al Código Penal chileno introduce un paradigma de incremento punitivo diferenciado según la naturaleza del delito y la condición de reincidencia del infractor. Esta aproximación reconoce implícitamente que la efectividad disuasoria varía según la tipología delictual. Por ejemplo, en casos de turbazos y encerronas (robos con violencia), el aumento de la pena mínima de 5 a 10 años, con posibilidad de presidio perpetuo en casos de reincidencia, establece un umbral punitivo que puede incidir en el cálculo costo-beneficio realizado por potenciales infractores, especialmente en delitos que presuponen cierta planificación.

Un aspecto frecuentemente soslayado en este debate es el efecto incapacitante que produce el encarcelamiento prolongado. Aunque conceptualmente distintos, la incapacitación y la disuasión operan complementariamente en la reducción de índices delictuales. El incremento punitivo en delitos violentos graves, como el homicidio simple, cuya pena mínima se eleva de 10 a 15 años para reincidentes, no solo transmite un mensaje disuasorio a potenciales infractores, sino que garantiza un período prolongado durante el cual el sujeto queda impedido de reincidir en el ámbito comunitario.

Desde una perspectiva filosófica, la teoría disuasoria del castigo sobre premisas lockeanas proporciona un sustrato conceptual para la legitimación del incremento punitivo con fines disuasorios. Esta aproximación, fundamentada en el derecho a formular amenazas de represalia, reconoce la importancia del elemento disuasivo como mecanismo de protección de derechos individuales, lo que permite justificar una respuesta punitiva proporcional y focalizada hacia delitos que atentan contra bienes jurídicos fundamentales.

Por Gustavo Balmaceda Hoyos, académico Universidad Finis Terrae, Dr. en Derecho Penal, U. de Salamanca (España)

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