Columna de Héctor Hernández: Aumento de penas: alcanzando los límites

Las penas son un mal que impone el Estado por la comisión de un delito. Expresan el reproche social hacia el delito y su autor, a través, principalmente hoy, de su privación de libertad. Si su imposición sirve además para evitar nuevos delitos es dudoso. Su capacidad para “enmendar” delincuentes solo muestra resultados generales alentadores respecto de infractores juveniles, mientras que su efecto disuasivo depende del tipo de delito, siendo prácticamente nulo respecto de crímenes pasionales, como lo muestra la recurrencia del femicidio, delito cuyos autores con cierta frecuencia incluso atentan contra su propia vida luego de cometerlo. Así las cosas, el único efecto preventivo claro de las penas de cárcel sería el propio de “sacar de circulación” por un tiempo a quien, se cree, podría volver a cometer un delito (supuesto que no delinca estando preso, y asumiendo para el futuro las consecuencias criminógenas del encierro). En lo demás, la imposición de penas de cárcel básicamente satisface una demanda de justicia de la sociedad, particularmente de las víctimas. Nada de esto es, por cierto, desdeñable, pero poco tiene que ver con la idea de que penas más altas reducen el número de delitos. Adicionalmente, se sabe que, si algún efecto disuasivo tiene el derecho penal, este se basa más en la efectiva persecución y castigo de los delitos que en lo que diga la ley. La sola magnitud de las penas conminadas por la ley no es determinante al respecto, de modo que convendría más invertir (literalmente) en dicha efectividad, en prevención y en remover factores sociales que favorecen la delincuencia, en vez del mero gesto simbólico (que no requiere inversión) de endurecer los marcos penales.
Como en las circunstancias actuales el argumento no se librará de la acusación de buenismo y “falta de calle”, a pesar de su carácter estrictamente utilitarista y de la deliberada omisión de razones de principio contra el aumento general de penas, conviene aterrizar el debate en la situación en Chile hoy, destacando que luego de años de aumentos sucesivos de las penas y de restricciones crecientes a las facultades judiciales para reducirlas y sustituirlas, la delincuencia no solo no ha disminuido, sino que se está agotando el margen para aumentos adicionales.
Por cierto, hay ámbitos en los que las penas pueden parecer bajas, pero, en rigor, eso no se puede decir de los delitos más graves que encienden el debate. Considérese, por ejemplo, el caso del robo con homicidio, con una pena mínima de 15 años y un día que no puede reducirse por atenuantes, pena mínima que se eleva a presidio perpetuo en caso de condena previa por delito “de la misma especie”, aunque haya sido mucho menos grave, y con una pena máxima de presidio perpetuo calificado, pena que es pena única en caso de nueva condena en que se reconozca reincidencia. Teóricamente se puede subir aún más la pena, hasta el límite máximo legal, pero a costa de no poder distinguir entre distintos supuestos del mismo delito ni, sobre todo, hacer diferencias con posibles situaciones más graves (múltiples robos con homicidio, crímenes de lesa humanidad, etc.). Y, por racionalidad elemental, esta limitación respecto de los delitos más graves impide aumentar las penas a los delitos menos graves al punto de equipararlas con las de aquellos. De este modo, el gran argumento contra aumentos adicionales de penas, más que su ineficacia comprobada, parece ser la falta de respuesta plausible a la pregunta ¿y después qué?
Por Héctor Hernández Basualto, profesor titular de Derecho Penal, Universidad Diego Portales
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