Columna de Héctor Soto: Alturas de plenitud

Love
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos.


MAGISTRAL. Tal como los verbos irregulares, el libro de memorias de Al Alvarez se conjuga por su propio modelo. El libro se titula ¿Cómo fue que todo salió bien? (Ed. Entropia, 2021) y la extrañeza de la pregunta responde a que en un momento estuvo todo dado en su vida para que las cosas salieran mal. Lo que lo hace unas memorias tan distintas es posiblemente la aversión del autor al protagonismo. De partida, los otros importan más que el yo y, además, el autor despliega no solo una prosa admirable, sino también una notable habilidad para definir personajes (sus padres, la niñera, el sastre de mamá, sus hermanas, sus colegas….), identificar motivaciones, reconocer caracteres y reproducir los climas emocionales del mundo en que le correspondió vivir. En esto se nota que, aparte de ser un eximio ensayista y un tremendo crítico literario, Alvarez era también un gran narrador. No es que haya tenido una vida especialmente heroica o fascinante. Era hijo de una próspera aunque declinante familia judía sefardí instalada en la sociedad inglesa desde los días de la expulsión de los judíos de España en 1492. Asistió a buenos colegios y se formó en Oxford. Al egresar no tuvo problemas en instalarse por un rato en la vida académica inglesa, aunque pronto prefirió emigrar a Princeton, en busca de un entorno más desafiante y menos pacato que el inglés. Ya se estaba perfilando como un poeta valioso y de voz inconfundible cuando se convirtió en el editor de poesía de The Observer, el periódico dominical hermano de The Guardian, y su apoyo sería crucial para encumbrar a figuras como John Berryman, Robert Lowell, Ted Hughes y Sylvia Plath. Sin embargo, un encuentro tardío en Nueva York con W.H. Auden, a quien había admirado en su juventud, pero con el cual tenía cuentas pendientes como la tienen todos los artistas que se rebelan contra el padre, lo sacaría después de los 40 de la crítica y el periodismo, convencido de que los escritores son los que escriben libros, “no libros sobre los libros de otras personas”. Entonces se destapó, abordando temas muy singulares y que le gustaban. Sobre el póker, el montañismo o la natación. Sobre las plataformas petroleras. Y sobre el divorcio, la noche o el suicidio (su ensayo El dios salvaje es un clásico sobre literatura, la experiencia personal y comportamiento suicida). Sí, al redireccionarse se abrió a una gran dispersión. Pero, al mismo tiempo, instaló en sí un portentoso radar para tratar de captar el todo sin extraviarse en los vericuetos de las partes. Murió en 2019 y estas memorias son una joya.

NOTABLE. ¿Habrá una especialidad más francesa que la reflexión sobre la delicadeza e inestabilidad de los afectos? ¿Qué le ponen al agua en Francia, se pregunta cualquiera, que sus cineastas, dramaturgos y escritores saben discriminar como nadie, y por cierto con rigor cartesiano, las fronteras entre el deseo, el rencor, la posesión, la traición y el amor incondicional? De Choderlos de Laclos a Renoir, de Max Ophuls a Rohmer, de Truffaut a Roland Barthes, este pareciera ser un coto exclusivo de caza de los franceses. En Love Affair(s), película de Emmanuel Mouret que está en Mubi y que en realidad no se llama así sino Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, unos ocho o diez personajes conversan sobre las ansiedades, desdichas y plenitudes asociadas a sus historias sentimentales. No hablan casi de ninguna otra cosa: de las veces que aspirando a una pareja específica terminaron enganchados con otra; de sus decepciones, errores y traiciones; de cuando el amor le cayó como un rayo y también de cuando no lo supieron reconocer a tiempo. Desencuentros, casualidades, paradojas, todo cabe en el amor. Película civilizada donde la pongan, sosegada y hermosa, a la vez encantadora y dolorosa, aparte de jugar con las verdades y mentiras de sus protagonistas, mete en la ecuación del amor el factor tiempo, que están en el origen de tantas oportunidades perdidas y de tantos arrepentimientos tardíos. En algún momento asoma el candor de esa idea que supone que Cupido de nadie se olvida. Pero también está eso de que el amor, como tantas otras cosas, no es tanto aquello con lo cual soñamos sino más bien aquello que nos resulta viable y con lo cual más nos terminamos conformando. Sí, peor es mascar lauchas, como se dice coloquialmente. Es una película hermosa, con una soberbia secuencia hacia el final, en una estación de tren, que simplemente se sale del cuadro tal vez porque el glorioso Adagio para Cuerdas de Barber la encumbra a alturas líricas insospechadas. Momentos así son los que nos hacen no el día; la verdad es que nos hacen la semana, incluso el mes.

GLORIOSO. El célebre Adagio del estadounidense Samuel Barber se escuchó por primera vez en 1938, en un concierto en Nueva York dirigido por Arturo Toscanini. Se convirtió en un éxito fulminante. Fue interpretado en el funeral tanto del presidente Roosevelt como en el del presidente Kennedy. La composición consagró la mejor secuencia de Pelotón, la de la muerte de Wilhem Dafoe en la película de Oliver Stone sobre Vietnam, y es la que acompaña los inolvidables últimos planos de El hombre elefante, de David Lynch. Lo hemos escuchado también en otras cintas, pero de varias de ellas es mejor que nos olvidemos.