Columna de Héctor Soto: Amor y muerte

Paris distrito 13.


EL AMOR EN LOS TIEMPOS MILLENIALS. Es posible que Paris distrito 13, la última realización de Jacques Audiard, sea una de las películas europeas más hermosas de los últimos años. Y no tiene nada de raro que lo sea teniendo en cuenta que la cinta, estrenada recientemente en Mubi, retorna a un territorio donde los franceses -digamos los franceses anteriores a Houellebecq, a Derrida o a Godard- siempre fueron grandes maestros: la ficción romántica. Pero, entendámonos: en Paris distrito 13 los sentimientos nunca son muy explícitos y los personajes se cuidan mucho de vivirlos desde el arrebato o la pasión. Antes bien, lo que sí muestran son ansiedades cotidianas, encuentros sexuales con poca memoria, vidas no muy gloriosas pero tampoco terribles, y lo cierto es que nadie parece estar especialmente alarmado al respecto. El punto de partida es simple. Una chica coloca en la red un aviso para compartir su departamento. Le responde Camille y acuerdan la visita. Ella supone que es otra jovencita, pero resulta ser un varón, un joven profesor de ascendencia africana. En principio ella se niega a aceptarlo; el nombre de él la confundió. Él, sin embargo, la convence de aceptarlo. Comienzan a compartir el departamento. Todo bien. Incluso se atraen y tienen sexo. Pero él no está para compromisos perdurables y pone la relación en su sitio, en la intrascendencia. El problema es que ella vivió la aventura desde el sentimiento y cuando él se va -porque la convivencia se vuelve imposible- a la chica se le acaba el mundo. Después, mucho después, se volverán a encontrar. Ha corrido agua bajo los puentes de ambos. El está circunstancialmente dedicado al corretaje de propiedades, laborando junto a otra joven de gran eficiencia en el negocio. ¿Podrán retomar la relación, siquiera como amigos? ¿Qué hay tras la aparente dureza y frialdad de la joven que trabaja con Camille? ¿Hay alguna posibilidad de que estos personajes en cierto modo incompletos y también lastimados puedan encontrar su destino, ya sea juntos o separados? Sí, son las preguntas clásicas del cine romántico, desde el melodrama lacrimoso hasta la comedia con gente sofisticada o corriente. Son siempre las mismas. Lo revelador de la película de Audiard, el más filoamericano de la actual camada de cineastas franceses, es que él las plantea en el contexto de una generación -los famosos millennials- que no se hace demasiadas ilusiones con el amor, que cree tener más talento para divertirse que atormentarse, que desertó hace mucho tiempo de la embriaguez del romanticismo y que ya no sueña con princesas encantadas ni príncipes azules. El descubrimiento de esta cinta -porque de eso se trata, de un descubrimiento- es que, a pesar de las apariencias, el aparato circulatorio de los sentimientos en el caso de estos jóvenes no es demasiado distinto de la conducta de la generación anterior y al final de lo que ha ocurrido siempre. Como conclusión, hay que aceptarlo, el planteamiento no es novedoso. Lo que sí sorprende es la elegancia con que Audiard narra y filma. Con razón pertenece al grupo de realizadores franceses que tiene sangre en las venas. No quedan muchos así, como es sabido. Audiard ha demostrado ser un director comprometido con su mundo y jugado por entero a las verdades finales de sus personajes, en títulos como Lee mis labios, El latido de mi corazón, Un profeta o De óxido y huesos. Aquí, encima, filma blanco y negro, y entonces aparece una ciudad como solo París puede verse, formidable escenario de legendarias pasiones desdichadas, de miles y miles de amores no correspondidos, pero por eso mismo quizás si también la capital del amor eterno, porque el mito parisino avalado por el propio cine así lo ha querido y no es esta película la llamada a refutarlo.

FATALIDAD. Javier Marías no creía en lo que muchas veces se dice respecto del oficio que había elegido: “que quien vive no escribe y quien escribe no vive”. Aunque por supuesto suscribía que el suyo era un trabajo tremendamente absorbente, con todo lo obsesivo que era, tenía sin embargo otra mirada: “Creo más bien que quien escribe lleva a cabo continuamente una selección de la vida, y por lo tanto elige su propia muerte”. Elegir puede corresponder a un verbo demasiado dramático en este caso, atendidas las circunstancias en que el gran novelista murió, el domingo pasado, horas después del mediodía, a nueve días de cumplir 71 años. Neumonía, tabaquismo, covid y, por supuesto, una gran dosis de mala suerte. A lo mejor es cierto que a menudo elegimos sin tener idea de lo que estamos eligiendo.

IMPACIENTE. Jean Luc Godard posiblemente nunca logró poner sus cuentas en paz con el mundo, con el cine y ni siquiera consigo mismo. No bien llegaba a un planteamiento, a una convicción o a un logro, su instinto natural era negarlo, contradecirlo y hacerlo pedazos. Como era veloz para trabajar y moverse, muchas veces dejó no solo en la estacada sino también en el ridículo a sus apóstoles y seguidores, que iban tres páginas más atrás. Hizo películas gloriosas: Sin aliento, Vivir su vida, El desprecio, Week End, Adiós al lenguaje. Artista de la imagen, aunque también del texto filmado, de la pintura, de la música, de la cita, de la tele, de la publicidad… su trabajo pudo haberse reducido en audiencias en los últimos años, pero se fue ampliando en fronteras, hasta el momento en que la fatiga, no la enfermedad, lo hizo optar, a los 91 años, por el suicidio asistido. No iba a tener paciencia para afrontar lo que se le venía encima.

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