Columna de Héctor Soto: Amores no correspondidos

Pedro Páramo wsp
Manuel García Rulfo como Pedro Páramo en la versión de Netflix. Cr. Carlos Somonte / Netflix ©2024


Segunda oportunidad. Es muy posible que entre las más bellas historias de amor no correspondido de la literatura universal esté la de Gatsby. Él era un joven común y corriente, esforzado y pobre, cargado de las expectativas e ideales que promete el futuro a esa edad. El problema es que conoce en su pueblo natal a Daisy, una chica preciosa y de familia rica que termina casándose con un millonario. Entre él y ella hubo una brecha económica y social profunda que no pudo remontar. Gatsby entonces dedicará luego toda su vida a triunfar, a enriquecerse por vías lícitas e ilícitas, a levantar una mansión fabulosa enfrente de la de ella, con la esperanza de tener una segunda oportunidad con Daisy. En principio la maniobra le resulta, porque la vuelve a reencontrar al cabo de algunos años, pero las cosas no funcionan de la manera que imagina. Francis Scott Fitzgerald publicó esta obra maestra, El gran Gatsby, en 1925, y de inmediato se convirtió en un suceso editorial. Gran parte de la belleza y lirismo de la obra radica en que está contada no desde la perspectiva de él ni tampoco la de ella, sino a través de Nick, un vecino del protagonista, medio pariente de Daisy, que asiste a la grandiosa, épica y descomunal estrategia de seducción que despliega Gastby para conquistar a la mujer que nunca dejó de amar. Es un narrador generoso con él, que tiene las manos libres para reconocer que en las ambiciones del personaje hay arrojo, mucha ingenuidad y una dosis importante de heroísmo, aparte de un rayo de luz y casi-casi de santidad. El Gatsby es de esos libros que no solo soportan segundas o terceras lecturas; en realidad, las exigen.

Ánimas en pena. A su manera, y por lo menos desde un cierto ángulo, también Pedro Páramo es una historia de amor no correspondido. La novela, claro, es mucho más que eso y es un hito mundial en términos de la musicalidad y densidad poética de su prosa. Juan Rulfo escribió poco. Solo dos libros: El llano en llamas, del 53, y Pedro Páramo, del 55. Cuando le preguntaban por qué no había escrito más, respondía con la concisión que lo distinguía: “Pues porque no soy una fábrica”. Fue siempre un gran depresivo. Él atribuía ese rasgo a sus años de orfanato, luego de que su padre fuera asesinado durante las guerras cristeras el 23 y su madre murió muy joven, cuatro años después. Pedro Páramo es la historia de un hombre que busca en Comala, un pueblo fantasmal, a su padre, un hombre que abandonó a su familia y se transformó en un violento cacique local con el único propósito de acumular fortuna y poder para conquistar el corazón de Susana San Juan, la mujer de quien se enamoró cuando niño y que enloquece antes de lograr desposarla. Ahora Netflix está ofreciendo una adaptación de la novela, dirigida por el fotógrafo Rodrigo Prieto. El de Prieto es un trabajo laborioso, profesional, respetuoso de la novela hasta donde puede serlo una adaptación fílmica, que funciona bien en los ambientes nocturnos y entre voces murmuradas y no tan bien cuando la luz es diurna y las imágenes pierden la nebulosa imprecisión que Rulfo le imprimió a esta historia de fantasmas. La ambigüedad, que es una pieza fundamental, de la novela, tiende a perderse en la evidencia literal de las imágenes. Los personajes, ¿están vivos, están muertos? ¿Por qué todos conocen a Juan Preciado, el hombre que busca a su padre y él, en cambio, no conoce a nadie en Comala? Novela de la pobreza y de ánimas en pena, a la espera de una redención que nunca llega y por pecados que tampoco conocen, Pedro Páramo es una historia de muertos en tránsito que lo único que quieren es morir definitivamente. Si la vida era dura y dolorosa en Comala, la eternidad en esa suerte de limbo antes de llegar al más allá en que se debaten estos personajes perdidos en la nada es incluso peor. No tienen ni siquiera el consuelo de la fugacidad.

Honesto. Alone, el gran crítico literario del siglo XX chileno, más que un incondicional de la literatura francesa, era un vasallo. Las letras españolas no le gustaban. Ni siquiera se entusiasmaba con el Quijote. Lo leyó en su momento, fingió haberlo releído después, hasta que se cansó y dijo la verdad. “Yo sé perfectamente lo que es gustarle a uno un libro; se parece, punto por punto, al amor. Se le respira, se le sueña, se le ve de memoria”. El Quijote no le entraba. Mala cosa, pero se agradece su honestidad.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.