Columna de Héctor Soto: Anarquistas
ROJO Y NEGRO. Según Orlando Figes, nada más lejos de la verdad es que la revolución rusa haya correspondido a un metódico diseño conspirativo del bolchevismo. Lo dice en su monumental Historia de la revolución rusa (Taurus, 2021). A su juicio, lo que distinguió a la revolución de febrero de 1917, que fue la que botó al zar y tuvo en términos de sangre, destrucción y muertes costos superiores a la de octubre del mismo año, fue el espontaneísmo y la furia de la calle. “A nosotros, la revolución nos pilló dormidos, igual que las vírgenes necias del Evangelio”, escribiría poco después un dirigente de los soviets de la primera hora. Es más: la mayoría de ellos descartaba de antemano la toma del poder, en atención a que en Rusia no se daban las condiciones prescritas por Marx para gatillar una revolución. Era una economía que recién venía saliendo del feudalismo, no existía un proletariado industrial robusto y se daba por hecho de que el campesinado jamás sería capaz de romper con el zarismo. Fue Lenin quien contrarió estos supuestos y asestaría el golpe definitivo sobre el gobierno provisional que ocho meses antes había depuesto al zar. Se dio cuenta de que era ahora o nunca. Como ocurre siempre en las revoluciones, el escenario estaba cambiando a tal velocidad que el proceso podía terminar neutralizado por la élite liberal burguesa, que lo había auspiciado, o bien desfondado en el anarquismo que había hecho de las calles un escenario de puñales y del Ejército un conjunto de bandas armadas sin mando. Las banderas rojo y negro del anarquismo se estaban repitiendo demasiado. Lenin ciertamente frenó esa ola e impuso orden. Claro que no el que estaban aguardando los sectores moderados, que eran los mayoritarios. Un político puede tener dudas acerca de si llegó su hora. Pero no se puede equivocar al identificar a tiempo los momentos en que hay vacío de poder. Su actuación hundió para siempre el proyecto de una Rusia democrática y liberal. Y también la quimera anarquista de una revolución hecha al margen del autoritarismo estatal.
MINUTO DE LIBERTAD. En su curioso libro de memorias -curioso porque se basa en puras anécdotas y porque a veces tienen mas ilustraciones que textos- el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger recuerda los días posteriores a la caída del Tercer Reich como los más libres y felices de su vida. El libro se titula Un puñado de anécdotas (Anagrama, 2021) y lleva un subtítulo provocativo: Opus incertum. Aquel fue un verano maravilloso, según él. Tenía 16 años. Las instituciones habían desaparecido; los terroristas al frente del Estado habían huido o enterrado sus uniformes, no había nadie que te vigilara, no había horarios, ni escuelas ni gobierno. “Es cierto -admite- que un gobierno militar dirigía el país, pero era invisible, distante y despistado”. Emitía una orden tras otra, casi todas imposibles de controlar, y como no había diarios las anunciaba a través de pregoneros, como en la Edad Media. Lo que para muchos de sus compatriotas fue un período de confusión, hambre, plagas y desesperanza, para él fue de plenitudes. No es el único punto donde sus percepciones chocan con las de la mayoría. Dice, por ejemplo, que para él, como niño, los bombardeos aéreos nocturnos eran momentos fascinantes, porque la gente se alarmaba y el cielo se volvía rojo por los incendios. La guerra -plantea el escritor- afectó muy poco su infancia. Le tocó ver cadáveres, sí, pero los vio con total indiferencia. Sus percepciones son un portazo a los manuales de psicología.
EN ESPAÑA. Las memorias de Enzensberger dejan pocas dudas del sesgo anárquico de su inspiración. Él es el autor, después de todo, de una excelente novela, El corto verano de la anarquía (Anagrama, 1998), en la cual rescata la vida del anarquista Buenaventura Durruti, figura importante de la Guerra Civil y dirigente de la Confederación Nacional del Trabajo que combatió hasta el final el dominio estalinista sobre el sindicalismo español. En pocos lugares el anarquismo llegó tan lejos en términos de poder como en España, sobre todo en Cataluña y Andalucía, durante la guerra civil. Decir que fueron gobierno es una contradicción, porque el anarquismo lo rechaza por definición. Por eso funcionaron solo como comités de milicias antifascistas, pero en los hechos ejercieron el poder sin contrapeso. Quemaron registros de propiedad, abolieron jerarquías, demolieron las instituciones.
IMAGINACIÓN ANARCA. Algo de eso, un poco, aparece en la película Tierra y libertad, del británico Ken Loach, que trata básicamente del conflicto entre anarquistas y estalinistas durante la guerra civil. Aunque la cinta no es gran cosa, la fibra anárquica ha estado largamente presente en la historia del cine, tal como reaparece en los vientos que hoy soplan en medio mundo. Hay mucho paño que cortar a este respecto del cine. Se considera que Zero en conducta (realizada en 1933, pero prohibida durante años y dirigida por Jean Vigo), una burla a la autoridad de escuelas y profesores, es la gran celebración del anarquismo. Esta fue siempre, por lo demás, la capilla de Buñuel. Y, en el caso del cine norteamericano, el anarquismo dio lugar tanto a trabajos con sesgos de izquierda (Bonnie & Clyde, de Arthur Penn, por ejemplo) como de derecha (La pandilla salvaje, obra maestra de Sam Peckinpah).