Columna de Héctor Soto: Autoconciencia
CUESTION DE RIESGOS. Aunque Talleyrand decía que quien no hubiera vivido en el siglo XVIII difícilmente podía llegar a saber lo dulce que podía ser la vida, es dudoso que las mujeres de entonces hayan podido compartir su percepción. Sin ningún margen de autonomía y excluidas por completo de la vida pública, si no se casaban a tiempo no había para ellas otro destino que el convento, el trabajo doméstico o la muerte. Jane Austen, que nunca salió de la casa paterna, rompió el esquema dedicándose a escribir. Pero lo hizo desde el anonimato, amparada en seudónimos y con retornos más bien módicos, pese al éxito de algunos de sus libros. Persuasión, que se publicó después de su muerte a los 41 años, no sólo es la última de sus novelas sino también quizás la mejor. Es una singular historia de amor. La historia de un amor congelado en el tiempo, luego que la protagonista, “persuadida” por un mal consejo, rechaza la propuesta matrimonial de un marino sin fortuna. Tras la ruptura, ella queda tan desolada como él y cada cual pasará por un largo túnel de desdicha y soledad, hasta que ocho años después él reaparece como capitán y hombre acaudalado. ¿Podrán los amantes abrirse a esta segunda oportunidad? Es la historia que cuenta Persuasión, un relato caudaloso, a veces errático, con muchos personajes que van y vienen y cuyos bonos suben y bajan en las pizarras del destino. Aunque todo se resuelve a último momento y muy bien, y aunque el relato tiene trazos de franca ironía y humor, Persuasión -como dice Harold Bloom- deja en el lector un indiscutible sentimiento de tristeza. Quizás por el tiempo perdido, por la rigidez de la sociedad de entonces, por la dificultad de hombres y mujeres de asumir con el debido coraje sus propios sentimientos. Los costos de todo eso eran enormes y es probable que Jane Austen, que nunca se casó, lo haya sabido siempre. En la adaptación que está presentando Netflix en la actualidad, a cargo de la directora inglesa de teatro Carrie Cracknell, que cumple aquí su primera incursión fílmica, la cuota de melancolía es menor, pero igual hay que esperar casi 90 minutos para que los amantes acepten reconocer que se aman. Solo a partir de ahí pueden dejarse de rodeos e inhibiciones. Si hay algo respetable en esta versión, es la conciencia de los riesgos que está corriendo. Se necesitan agallas para adaptar con inteligencia una novela clásica. Se necesita osadía que cambiar la tercera persona del narrador omnisciente del original por los comentarios en cámara de la protagonista (Dakota Johnson, estupenda) al mismo tiempo que los hechos se van sucediendo. Se necesita tener la película clara para poner más énfasis en el vestuario que en los decorados y más en los paisajes que los salones y palacios, que es el cementerio donde tantas adaptaciones a Jane Austen se han perdido para siempre. Esta película, en cambio, se deja ver con atención. Es obvio que muestra una protagonista más segura de sí y mucho más empoderada que la de la novela; también es verdad que simplifica demasiado el mundo de la novela. Pero ¿cabía otra opción si quería emplazar a las audiencias de hoy?
CUESTION DE INOCENCIA. Jane Austen trató de ocultar hasta donde pudo la autoría de sus libros porque no era bien visto que una mujer escribiera. La novela a comienzos del siglo XIX, por lo demás, era un género menor que estaba anticipando la era democrática y burguesa, en contraposición a los aristocráticos tiempos de la lírica. Así y todo, alcanzó cierta y eso le generaba incomodidad. ¿Qué la impulsaba a escribir? ¿El dinero, la escritura como distracción, el deseo de ampliar los dominios de las letras inglesas? No lo sabemos. Lo que sí está claro es que no tenía conciencia del valor de sus escritos, lo cual, tal como en el caso de esas mujeres bonitas que no saben muy bien que lo son, aumenta su atractivo exactamente al doble. No queda más que reconocerlo: la inocencia en estos planos vale oro.
EL CASO DE CHÉJOV. Como se lee en La vida de Chéjov (Ed. Salamandra, 2022), espléndida biografía escrita por Irène Némirovsky, el gran escritor ruso tampoco tenía mucha conciencia del lugar que ocuparía en la historia de la literatura. Y no la tenía porque escribía siempre apurado y aguijoneado por deudas. También, porque publicó en una época en que los escritores rusos eran una mezcla de reformadores sociales, profetas y redentores (Turgenev, Dostoievski y Tolstoi). Como él partió escribiendo solo cuentos, tardó mucho en tomarse en serio a sí mismo. Hoy nadie discute el lugar de Chéjov entre los grandes. Son raros muchos de sus relatos. Aunque podrían continuar por varias páginas más o bien terminar antes, en general son un modelo de concisión, ternura y melancolía. Cortázar creía que la novela se imponía por puntos y el cuento ganaba siempre por nocaut. Pero es obvio que olvidaba a Chéjov, porque sus cuentos no van por ahí.