Columna de Héctor Soto: Contención y caos

¿No será mucho? Lo hemos sabido siempre: el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. El cine político también. Una buena causa no tiene por qué garantizar una buena película. No lo sabremos los chilenos. Luego de haber huido de la tiranía teocrática, el cineasta iraní Mohammad Rasoulof alcanzó a filmar parte de La semilla del fruto sagrado en su patria. La cinta, que estuvo en cartelera y compitió este año por el Oscar a la mejor película extranjera, cuenta la historia de un funcionario judicial que, en vías de convertirse en juez de instrucción del régimen, debe someterse a los fiscales de la dictadura. El tipo inicialmente se conflictúa un poco, pero termina doblegándose. En otras palabras, se vende. El problema es que pierde la pistola que las autoridades le han entregado para cumplir sus nuevas responsabilidades, y las pistolas valen más que los códigos en el Irán de hoy. La pérdida del arma lo llena de temores y paranoias, porque los acontecimientos coinciden con un período de protestas callejeras protagonizadas por estudiantes y mujeres que exigen la liberalización de la sociedad iraní. La policía anda deteniendo a medio mundo y la fábrica de sentencias a muerte en el Poder Judicial no para. Son complicados por consiguiente los días para el protagonista, y también para su mujer y sus hijas, que se convierten de inmediato en sospechosas de haber sustraído el arma. Entonces, habiendo transcurrido como hora y media de película, comienza la segunda derivada de la historia: el infierno familiar. Mientras el jefe de hogar se vuelve cada vez más intratable, las chicas se tornan cada vez más impenetrables y obstinadas. Pasadas las dos horas 40, está claro que nada de esto terminará bien. Ni para el régimen de los ayatolás, ni para el protagonista, ni tampoco para la familia. Menos aun para el espectador, damnificado por una historia errática, aburrida y moralmente muy confusa. Tanto que evoca ese código ético estalinista que justificaba, en tributo a la revolución, la delación de los padres por parte de sus propios hijos. Moralmente, eso es un asco. Y como cine, un proyecto frustrado, tan extraviado como confuso.
Catarsis. Hay poca distancia, muy poca, casi nada, entre la vida de Franco Scianca y los libros que ha escrito. Lo sé porque lo conozco y es un gran amigo. Ya va en su sexto libro y en algunos de los anteriores escribió sobre rupturas de parejas (Quiebres, Contramaestre, 2018), sobre un triste episodio de violencia familiar que le tocó vivir (Campo de Deportes # 402, Catalonia, 2019), sobre el suicidio de un gran amigo suyo (Siendo francos, Editorial Forja, 2023) y sobre los últimos días de su padre, que falleció a fines del 2020 (Porca miseria, 2023, Forja). Hace muy poco publicó un nuevo volumen de relatos (Perras vírgenes) que esta semana presentó en conjunto con Amor y Morir (juntos), ambos con el sello de Editorial Forja. Esta última es una novela construida básicamente en torno al largo diálogo nocturno de una pareja que mantuvo una relación afectiva por espacio de siete años, que después de separó cuando ella se fue viaje y él entró a una clínica de rehabilitación y que ahora, habiendo transcurrido años, vuelve a reencontrarse en la noche, en el alcohol, en la hierba y en el jale, para proseguir desde la adicción el juego autodestructivo que interrumpieron cuando ya ni ella ni él daban para más y que ahora retoman, con el oscuro propósito de reconocer lo que quizás sería mejor no afrontar. Frívola con frecuencia, patética, impúdica y desvergonzada casi siempre, cínica y al mismo tiempo de gran candor por momentos, esta vez el autor comienza por someterse quizás más que nunca a su propia biografía, pero no exactamente para congratularse, sino para intentar zafarse de una vez por todas de las mochilas y demonios que arrastró en otra época. Tanto o más que literatura catártica, el saldo califica sobre todo por su transparencia, arrojo y autenticidad.
Impresiones parisinas. En su delicioso libro autobiográfico La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés (Alfaguara, 2024), el escritor irlandés John Banville cuenta que tenía 18 años cuando conoció París por primera vez. La edad precisa: a los 18 uno es ya lo bastante adulto para no alarmarse demasiado por las grandes maravillas del mundo y, al mismo tiempo, es lo bastante joven para contemplarlas con frescura y franqueza. Lo primero que lo impresionó, dice, fueron las estatuas parisinas. En Irlanda estaba acostumbrado a enormes pedestales coronados por figuritas minúsculas y empinadas. En París, en cambio, se sorprendió con las magnitudes y la majestad de los bronces y la piedra. También se sorprendió con esas evidencias de sofisticación cívica que son los parques, la quintaesencia de lo que fue la Ilustración y sus valores. Los Jardines de Luxemburgo, por ejemplo, le parecieron una notable experiencia de contención y control de la vegetación en nombre de los buenos modales. Hoy no está muy bien visto tratar a la naturaleza así. En los parques modernos, es la naturaleza la que manda y se agradece un cierto descontrol.
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