Columna de Héctor Soto: Contenciones y excesos
DE MEMORIA. Irineo Funes, protagonista de uno de los más célebres cuentos de Borges, es un muchacho uruguayo que vivió en el campo a fines del siglo XIX y que luego de caerse del caballo queda tullido, pero con una mente que le permitirá recordar a partir de ese momento todos y cada uno de los detalles de su vida. La conformación de las nubes a una hora determinada. Las mismas nubes tres minutos después. El perro de frente a las 15.13. El perro de perfil un instante más tarde. Recuerda no solo su vida: también todos los libros que lee, todas las palabras e idiomas que aprende. Es un prodigio. Pero tiene el problema –menudo problema- de no poder olvidar y, en esa medida, el de no poder pensar. El pensamiento supone generalizar y algún nivel de abstracción, supone eliminar detalles, trasponer los datos empíricos de la inmediatez para subsumirlos en ideas, en sensaciones generales y en la mochila de experiencias que todos transportamos. Bueno, si alguien sabía de estos equilibrios y misterios era Alfonso Calderón, premio nacional de Literatura 1998. Poeta, ensayista, alguna vez también novelista, Calderón fue un maestro de la crónica y su gran tema fue la memoria. La memoria suya y de los demás. Por eso, porque siempre llevó un diario donde lo consignó todo, y porque sus mejores obras son recuperaciones de figuras, momentos y caracteres anclados en el pasado, es revelador que, además, le haya dejado antes de morir a su hija Teresa, poeta y novelista, un montón de escritos, papeles y apuntes inéditos para que ella le compusiera su libro de memorias. El volumen acaba de aparecer y se titula El miedo de olvidar (Catalonia, 2022). Es un libro estimable. Por la memoria excepcionalmente aguda de Calderón transitaron en algún momento toda nuestra literatura y buena parte de la escena cultural chilena de la segunda mitad del siglo XX. Siempre supimos que había sido un observador entre irónico, púdico y discreto del país en que le tocó vivir, un artista generoso y contenido, además de un conversador inagotable atendida la cantidad de lecturas, cruces, experiencias, citas y autores que era capaz de hilvanar en una sola observación. Hoy, además, sabemos que tenía una recurrente tendencia a la depresión y no pocas dificultades para bancarse las contrariedades que lo afligieron durante largos períodos (la pobreza, el desgaste afectivo, las pérdidas y demás vacíos y sinsentidos de la vida).
CALDERÓN. Le interesó siempre más el pasado que el futuro. Vivió en muchas ciudades del país, porque su padre fue funcionario del agua potable. Por inseguridades y baja autoestima, se vino a tomar muy tarde en serio como escritor. Se sentía interpretado por la sentencia de San Agustín: “He llegado a ser un problema para mí mismo”. En más de un momento consideró la idea del suicidio como salida a sus desdichas. No obstante, por su libro circula una corriente de vitalidad –flirteos, tangos, boleros, canciones populares, películas, bailes— que refuta una y otra vez la idea del artista taciturno o dark. En definitiva, fue un gran sentimental que profesó hasta el final la devoción a sus padres y la memoria misionera de los amigos que se le fueron muriendo.
GLOTONERÍA E INCONTINENCIA. ¿En qué momento Damien Chazelle creyó que un gran espectáculo remite primero a un asunto de cantidad que de calidad? Su última realización, Babylon, es un destemplado ejercicio de desmesura. La película vuelve a las dramáticas disyuntivas que vivió Hollywood a fines de los años 20, cuando el cine sonoro comenzó a desplazar al mudo. A estas alturas, ese momento es casi un lugar común sobre el cual, no obstante, se levantaron obras maestras difíciles de superar, como Cantando bajo la lluvia, que aquí está citada explícitamente, o El ocaso de una vida, por nombrar las mejores, o también El artista, que podría estar, sin duda, entre las peores. Efectivamente, la llegada del cine parlante fue muy traumática para el viejo Hollywood, porque, aparte de la transformación tecnológica, supuso un recambio de estrellas, de realizadores, de directivos y productores. Sabiendo que esto es cuento viejo, Chazalle ha querido darle otra vuelta, apostando solo al exceso, porque está claro que nada nuevo tiene que agregar. En Babylon todo es interminable y elefanteásico. Las fiestas, más que grandes, son multitudinarias; el sonido, más que alto, estentóreo. El Hollywood libertino aquí es derechamente orgiástico, la coca se ofrece por kilos, la orquesta no para ni por un minuto y la depravación se torna cotidiana. Poca veces se vio una cinta donde tanto despliegue y alarde reditúen emocionalmente tan poco. Amarrado a la opulencia y al número, el cineasta descuida el desarrollo de los cinco o seis personajes que congrega la trama. Ninguno supera el rango de caricatura: Brad Pitt es la superestrella amenazada; Margot Robbie (en una muy deplorable actuación) es la chica alocada que se perderá para siempre, y Diego Calva, el mexicano incauto que, desangrado por el amor, tratará de salvarla. Pamplinas. La cinta ni siquiera es original en términos expresivos. Esta misma glotonería visual ya la ejerció, con un impacto emocional también paupérrimo, Baz Luhrmann, el director de Moulin Rouge, El gran Gatsby y también de Elvis. Dos cineastas que juran que mientras más es más. Sus realizaciones prueban justo lo contrario: mientras más es menos.
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