Columna de Héctor Soto: De más a menos
El año cinematográfico está terminando y, atendidas las circunstancias que hemos vivido, no tiene nada de raro que los títulos asociados a Netflix hayan sido los de mayor visibilidad durante el año.
El año cinematográfico está terminando y, atendidas las circunstancias que hemos vivido, no tiene nada de raro que los títulos asociados a Netflix hayan sido los de mayor visibilidad durante el año.
De los estrenos más recientes, El poder del perro, de la directora neozelandesa Jane Campion, es por lejos el más enigmático e interesante. La cinta, ambientada en Montana en 1925, es un cruce entre el western y el melodrama gótico familiar y propone una reflexión sobre la masculinidad que tiene alcances tan perversos como ambiguos.
El drama en esta cinta se gatilla en el momento en que uno de los dos hermanos protagonistas de la historia trae a vivir a la casa familiar a su esposa, una viuda que regenta un restaurant en la localidad y que es madre de un chico amanerado. La tensión que esto introduce en ese hogar y la odiosidad con que el otro hermano recibe a la intrusa y a su hijo son algunos de los insumos que le dan desasosiego y profundidad a estas imágenes. Nada está muy claro y nada es muy unívoco; incluso las conductas más odiosas están contaminadas por la lógica del resentimiento y el deseo.
El poder del perro, título tomado de un salmo que lo asocia al poder de la maldad, funciona por varias razones. Porque está espléndidamente bien filmada, porque tiene notables actuaciones (de partida las de Benedict Cumberbatch y Jesse Plemons, no así la de Kirsten Dunst) y porque compone en la figura del hijo de la viuda un Edipo de pulsiones asesinas que no tiene nada de blandengue.
Fue la mano de Dios, la nueva realización de Paolo Sorrentino, a una escala sin duda menor, es un proyecto también atendible. Sorrentino sube su apuesta y explica por qué Fellini lo marcó tanto, por qué Maradona llegó en algún momento a ser parte de su biografía, por qué una familia que -en general- era feliz se vino abajo cuando él estaba dejando la adolescencia y cómo fue que terminó encontrando su destino en el cine, tal como Fabieto, el protagonista de esta historia. Bueno, nada que el cine italiano no haya hecho antes y mejor. Nada que pare el tráfico. Lo que quizás puede ser más grave, nada que convenza mucho, porque son demasiadas las relaciones que se hacen y se deshacen solo para dar cumplimiento a los dictados del guion.
Pero, vamos, la película tiene su encanto y en varios tramos es visualmente seductora. También muy evocativa en algunos pasajes de la banda incidental. No está mal. Sin embargo, por más confesional que sea, no agrega mucho a lo que ya había dicho y había hecho el director de La gran belleza y Juventud.
Ayer también entró a Netflix No miren arriba, una realización que viene blindada por la etiqueta de ser una de las películas más cómicas del año. Pero en realidad es pura basura. Basura con gran reparto, claro. Es el típico ejercicio de perversidad, chispa y mala fe que -mal facturado, con brocha gorda y cero esprit de finesse- cuesta mucho seguir sin una enorme cuota de sopor.
Hemos visto muchas películas así, de tontos que se creen inteligentes. Jugando con la miserable reacción de los políticos y los medios ante el inminente apocalipsis anunciado por dos científicos, No miren arriba quiere decir que el mundo no tiene remedio. Pero no le llega ni a la cintura a ¡Marcianos al ataque!, de Tim Burton. Ni a la rodilla a Top Secret. Y ni a los talones a El mundo está loco, loco, loco, de Stanley Kramer. No hay comparación que la favorezca.
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