Columna de Héctor Soto: Debut y despedida
Fue la propia Lista del Pueblo la que instaló la idea de que su representación en ella era el factor que convertía a la Convención en un reflejo más fiel de la diversidad del país. Resulta ahora que esta facción era tan heterogénea en su ADN y en su prontuario que ni siquiera sus fundadores quieren reconocerse en ella.
Están dadas todas las condiciones para que la experiencia de la Lista del Pueblo pase a formar parte del canon de lo que no debe hacerse en la acción política. Es muy impresionante cómo, en apenas dos meses, la que efectivamente fue la tercera fuerza política de la Convención Constituyente se hizo pedazos por efecto no del ataque o la resistencia de las fuerzas adversarias, sino por culpa de errores propios.
La pregunta es si cabía otro desenlace que este para un movimiento, entre social y político, demasiado inorgánico para transformarse en un bloque con el peso suficiente para incidir en el actual escenario ciudadano. Como después de la guerra todos somos generales, es fácil decir ahora que no, que siempre les faltó eje y cohesión. Que la inexperiencia les pasó la factura y que les faltó un líder. En fin, que se “farandulizaron” y también sobregiraron en sus pulsiones refundacionales. El listado de fragilidades podría seguir indefinidamente, aunque lo cierto es que no tiene mucho sentido repasarlo, por más que el hacer leña del árbol caído se haya convertido en estos últimos años en un gran deporte nacional.
Más interesante es mirar lo ocurrido desde la perspectiva con la cual el propio colectivo de la Lista del Pueblo se identificó desde un comienzo. Somos -dijeron- la expresión política del estallido, el cauce a través del cual convergieron las demandas de muchos grupos marginados o excluidos de la discusión pública y que dieron el gran campanazo de octubre del año antepasado. El problema, claro, es que ese campanazo fue mucho menos monolítico y bastante más misterioso de lo que ellos mismos creyeron. El estallido cubre tanto los incendios a las estaciones del Metro del viernes aquél como la masiva concentración de la Plaza Italia del sábado 25 de octubre. Cubre protestas que fueron pacíficas con los violentos viernes en torno a la estatua del general Baquedano que, uniendo muchas veces al lumpen con estudiantes de posgrado, convirtieron ese sector en la peor zona de sacrificio que haya visto el país en los años recientes.
¿De qué arista del estallido, entonces, estaba hablando la Lista del Pueblo al reivindicarlo como propio? ¿Del lado pacífico, del violento, de ambos? ¿Del que obedeció al momento o del que reconoció una cierta planificación? ¿O fue el éxito electoral de sus convencionales solo una expresión del arrebato del malestar, asumiendo que la espontaneidad y la alineación de los astros puso el resto?
Es difícil entregar a estas preguntas respuestas que sean unívocas. Puede haber ocurrido, efectivamente, un poco de todo eso. Lo que sí sigue quedando cada vez más claro es que el estallido como tal, en toda su densidad política, en toda su variedad territorial, en toda su diversidad social, es un fenómeno sobre el cual es muy delicado -por no decir engañoso- reclamar representaciones exclusivas o cobrar derechos de autor. Básicamente, porque no fue un fenómeno monolítico y no tuvo mucho rumbo ni dirección. De hecho, el estallido no se reconoce en los precursores que se presentan como tales. No obedece a los liderazgos que dicen haberlo anticipado y dicen ahora ser sus intérpretes. La Lista del Pueblo, qué duda cabe, fue una buena marca. Cualquier experto en marketing político lo reconocería. Irrumpió, entró y pegó con mucha rapidez. Pero con la misma rapidez se descompuso y se anduvo desvaneciendo cuando, fuera ya de las pistas de la Convención, donde tampoco lo ha hecho muy bien, quiso saltar a la carrera parlamentaria y presidencial como partido político de facto.
Si se tomara en serio la hipótesis de que este colectivo era la cara institucional de la revuelta, bueno, entonces quiere decir que dejó pocos rastros y en ningún momento partió en dos la historia. Significa que tenían razón quienes decían que el hecho de ser una revuelta tan inarticulada, tan variada en sus demandas y tan desprovista de banderas y líderes, la tornaban más débil, más vulnerable, en ningún caso más fuerte, como planteaban los que se sentían sus dueños o al menos auspiciadores del fenómeno. La verdad es que dueño no tenía. Y que auspiciadores no necesitaba.
Lo ocurrido puede entregar una medida de la aceleración del ritmo al que la política se está descomponiendo en la actualidad. Hay pocos precedentes tan cortos de ascenso y caída, y la experiencia, en forma indirecta, vuelve a golpear el prestigio de la Convención Constituyente. Fue la propia Lista del Pueblo la que instaló la idea de que su representación en ella era el factor que convertía a la Convención en un reflejo más fiel de la diversidad del país. Resulta ahora que esta facción era tan heterogénea en su ADN y en su prontuario que ni siquiera sus fundadores quieren reconocerse en ella. Así las cosas, la experiencia tiene más de chiste malo que de flor de un día.
Tal vez todo esto sea pura hojarasca. Lo que fue percibido como un gran triunfo en su momento, al cabo de pocas semanas se convirtió en vergüenza. El hecho dice algo de la fugacidad de las victorias en la política. Dice bastante más, sin embargo, de las extrañas aleaciones que se combinaron en el estallido.
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