Columna de Héctor Soto: Decepciones y límites
Ansiedades. En una página un tanto infame de su diario en Argentina, Witold Gombrowicz dice que Borges, en las semanas previas a la reunión anual de la Academia sueca, acostumbraba a hacer un viaje con su madre a Europa para actualizar sus contactos y mejorar sus posibilidades de conseguir el Nobel. Según el escritor polaco, iba en busca de ese “vellocino de oro”. Es un golpe bajo el suyo, posiblemente. Sin embargo, aún más revelador es lo que cuenta Hans Magnus Enzensberger en su libro Tumulto respecto de Neruda. Él lo conocía no solo porque estuvo en Chile en tiempos de Allende. Incluso tradujo al alemán dos de sus libros. Lo que dice es que, con ocasión de un festival de poesía en el Queen Elizabeth Hall en Londres del año 67, donde Neruda era por lejos la principal atracción, y al que también acudieron W.H. Auden y William Empson, tuvo lugar después una fiesta a bordo de una nave anclada en el Támesis. De pronto alguien reparó que Neruda había desaparecido en medio de la celebración. Hubo conjeturas y comenzaron a buscarlo. Nada, por ningún lado. Al cabo de largo rato lo encontraron acurrucado en un rincón oscuro de la popa. Estaba solo y con un aparato de radio pegado a la oreja. Estaba escuchando la radio sueca que difundiría al ganador del Nobel de ese año. El problema fue que el premio recayó en Miguel Ángel Asturias, lo cual no solo fue un balde agua fría para nuestro vate, sino además un portazo a sus posibilidades de obtener el galardón en el corto plazo. Con Asturias, la Academia cubría la cuota de las letras latinoamericanas por algún tiempo. Neruda iba a tener que esperar algunos años. Las cosas, según Enzensberger, no terminaron ahí: con la noticia, Neruda se descompensó. Hubo que llamar un médico de urgencia, porque el poeta se desmayó. “El animado ambiente de la fiesta -escribe- se había ido al traste. Todos cogieron sus abrigos y se marcharon a casa”. Tumulto (Malpaso Ediciones, 2015), dicho sea de paso, es un libro de recuerdos bien singular. Contiene varias referencias a Chile. El autor, que siempre descreyó de las autobiografías, en buena parte del libro se entrevista a sí mismo y” hace” como que se pone en aprietos. Pero es solo una cuestión retórica. En términos de credibilidad, claro, el recurso es todavía más discutible que las memorias, aun cuando sus testimonios y recuerdos se defiendan por sí mismos. La revisión está centrada básicamente en el largo período en que Enzensberger, desde que hiciera su primer viaje a la Unión Soviética en 1963, se casara después con una rusa celópata y, sin perjuicio de su participación en las revueltas contestatarias en la República Federal del 69, viviera -por meses, por años- como invitado regalón de los soviéticos, los cubanos y los camboyanos a cuanto viaje, visita, congreso o festival se pudiera apuntar. La experiencia a todas luces no fue muy heroica para el escritor alemán, pero tiene gracia la forma en que, ya setentón y mucho después, la recuerda. Lo hace desde luego con más escepticismo del que tuvo cuando, en los años 60 y 70, la vivió en su rol de intelectual insumiso y de escritor indignado.
Marginalidades. “Si la montaña no viene a Mahoma, entonces que Mahoma vaya a la montaña”. La frase atribuida al pensador isabelino Francis Bacon, padre del empirismo filosófico, insta a conseguir por otros medios nuestros objetivos cuando las cosas no son como pensábamos. Y, bueno, si la cartelera fílmica no está proponiendo nada medianamente atractivo, entonces hay que ir a la periferia o a zonas de franca oscuridad. Por ejemplo, a Mubi, una película que ya tiene sus años, Paraíso: Amor, del austriaco Ulrich Seindl, que toca con inesperada ferocidad el tema del turismo sexual al África, a un resort en Kenia en este caso específico. No es que la protagonista de la cinta -madre de una adolescente difícil, jefa de hogar, 50 años, en pugna con sus kilos y abandonada de la mano de Dios en muchos sentidos- viaje exactamente a eso. Solo quiere descansar, pero descubre allá lo que hacen otras mujeres europeas. Y se suma a la experiencia. Seindl es un cineasta que no se anda con sutilezas. Sus imágenes son muy explícitas. Filma incluso lo infilmable y en este caso concreto el resultado es, a la vez, vergonzoso e infame, repulsivo y piadoso. La película va todo lo lejos que cualquiera se pueda imaginar respecto del tema. De hecho, esta osadía o imprudencia es la marca de fábrica del realizador. La cinta (con Paraíso: Esperanza y con Paraíso: Fe) es parte de una trilogía supuestamente teologal que no es fácil de digerir. Así y todo, es la más lograda de las tres, por demoledora y terrible que sea. Como película es muy superior a la francesa Hacia el Sur, de Laurent Cantet, del 2008, nada menos que con Charlotte Rampling, que abordaba el tema en Haití y solo desde el prisma de las turistas extranjeras, sesgo colonialista doblemente inaceptable en un cineasta que se pretende “progre” como Cantet. Acá las cuentas están bastante más equilibradas. Nadie es héroe, todos y todas son bien miserables. O, si se quiere, patéticamente humanos. Antes de juzgar, sin embargo, esta cinta hace ver y en eso, en tiempos de tanta corrección política, se vuelve un puñal especialmente artero. Cuidado: Seindl filmó recientemente en Rumania una cinta sobre la pedofilia, Sparta, éticamente quizás más discutible, que también se instaló en ese espacio donde la polémica colinda con el escándalo. Que no queda duda: en la periferia el cine todavía es capaz de emplazar y de herir.
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