Columna de Héctor Soto: Diversidades y obsesiones
En función de algunas malas experiencias con periodistas, con la fama, con traductores y adaptadores, Milan Kundera desarrolló con los años, según lo plantea el documental checo Kundera: De la broma a la insignificancia (2021, Milos Smidmajer), una cierta compulsión por blindar la integridad de su obra de cara a la posteridad.
¿Pasarlo bien? Está claro que no todos vemos películas o leemos libros por las mismas razones. La percepción más extendida es que lo hacemos para distraernos. Pero, no más decirlo, el asunto comienza a complicarse porque, desde luego, no todos nos distraemos con lo mismo. A lo mejor los incondicionales del cine de Tarkovski o de Bergman son más numerosos de lo que se cree, pero eso no quita que ante la perspectiva de tener que ver una película de estos autores la mayoría huiría despavorida. La distracción, entonces, es relativa. También lo es el concepto de pasarlo bien. ¿Qué tan válido puede ser si con frecuencia la experiencia que nos ofrecen muchas películas y novelas es justo la contraria? El pasarlo bien se convierte lisa y llanamente en pasarlo mal, en sufrir con los personajes, es someternos a desdichas que en la vida real consideraríamos intolerables. Es raro el arte. En una zona nos cautiva, nos maravilla, nos exalta. En la otra, puede demolernos interiormente y, no obstante eso, si la obra está bien lograda, nos sometemos felices a su dimensión trágica. 350 años antes de nuestra era, Aristóteles trató de explicar la contradictoria opción de ir al teatro a pasarlo bien y terminar, en cambio, emocionalmente muy comprometidos con historias que en realidad nos entristecen. Pero este pasarlo mal, por supuesto, no es igual a las fatalidades de la vida real. El filósofo griego suponía que las tragedias nos gustaban porque, aparte de convencernos con sus ficciones o mentiras, también nos purificaban por la vía de la catarsis, depurando nuestros pensamientos, elevando el espíritu o canalizando incluso nuestras agresividades. A San Agustín también le llamó la atención esta suerte de masoquismo y hablaba de “una extraña locura”. Han pasado siglos desde que ellos entraron a estos temas y, en lo básico, seguimos en las mismas. Vargas Llosa cree que nos gusta la ficción por una suerte de fuga a mundos más fabulosos o cautivantes que el nuestro, que a menudo consideramos asfixiante. Otros creen que el arte es la mejor forma de liberar emociones. James Wood, el reputado crítico literario del New Yorker, diría algo acaso más elaborado: las ficciones nos seducen porque nos permitirían compartir -al final de los finales, siquiera por un instante- algo así como la mirada que quizás Dios tenga sobre el mundo y su gente. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que el cine y la literatura nos atraen y por razones que son cada vez más variadas y misteriosas. Las mismas razones que hacen que los libros de Isabel Allende se vendan como pan caliente son las que, ante públicos más exigentes, esos mismos títulos no sean otra cosa que mediocridades. Es evidente, de nuevo, que no todos conectamos con lo mismo. Eso explica la dispersión de gustos, de valores o de prioridades. También habla del hundimiento de la crítica y del concepto de canon que en otro tiempo manejó la academia. Hoy desde las redes sociales, desde las identidades, desde los diferentes nichos de las universidades, también desde el marketing, cómo no, cualquiera puede hacer su propio listado de las mejores películas de la historia o de las mejores novelas de los últimos 50 años. Da lo mismo. Así las cosas, al parecer todo vale. Sí, aunque en el fondo sigamos sospechando que no es verdad que todo valga igual o que tenga el mismo peso.
Blindaje. En función de algunas malas experiencias con periodistas, con la fama, con traductores y adaptadores, Milan Kundera desarrolló con los años, según lo plantea el documental checo Kundera: De la broma a la insignificancia (2021, Milos Smidmajer), una cierta compulsión por blindar la integridad de su obra de cara a la posteridad. La película está en Filmin. Resulta evidente que Kundera tenía una herida ahí. Por supuesto que para el documentalista fue imposible entrevistarlo. Los que hablan por él en la cinta son figuras como Bernard Henry-Levy, Yasmina Reza, JC Carriere o Teresa Crimesi. Kundera llegó a sospechar de todas las traducciones. Dejó de conceder entrevistas en 1985. Vetó cualquier intento de adaptación de sus novelas al cine y la TV, luego de quedar muy decepcionado de la película que en 1987 dirigió Philip Kauffman y que se basada en La insoportable levedad del ser. Dijo además que soñaba con un mundo donde los escritores fuesen anónimos (menos narcisismo), donde todos firmaran con seudónimo (menos grafomanía) y donde la biografía de los artistas no interfiriera en absoluto la percepción de las obras (mayor respeto por los textos). Qué duda cabe que estas batallas no fueron las únicas que el gran escritor terminó perdiendo.
Otro triángulo. Vuelve a la cartelera, ahora de Mubi, Pasajes, la película del realizador estadounidense de Ira Sach que se exhibió semanas atrás en salas y que le da otra vuelta de tuerca al tema del triángulo sentimental, colocando en el centro del relato a un director de cine que, al final de un rodaje, se involucra con una de sus actrices, a pesar de estar unido afectivamente a su pareja masculina. Los cruces entre los tres personajes pueden ser más inesperados, pero lo que está en juego en este drama vuelven a ser los celos, la crueldad, el ego y la pulsión erótica. Aunque el director sea gringo, la producción es gala y habrá que conceder que los franceses algo saben de estas cosas. Como propuesta, sin ser una grande obra, no está mal. Es más: incluso aplicándole todos los descuentos, la cinta obedece a los pocos formatos fílmicos que se sostienen con el tiempo, el cine de personajes.
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