Columna de Héctor Soto: El año de las carambolas

Punto de prensa de Chile Vamos

El fenómeno era bastante contraintuitivo. Luego de un estallido social de las proporciones que tuvo, luego del derrumbe de la popularidad presidencial y luego de los enormes problemas económicos y sociales que había planteado la crisis sanitaria, sonaba raro que el sucesor de Piñera saliera de su propio sector, no importa si con mayor o menor cercanía a su administración.



Visto en retrospectiva, el 2021 bien puede haber sido el año de las carambolas, las sorpresas, los efectos imprevistos y también de los aprendizajes tardíos. Todo se anduvo descuadrando y muy pocas cosas salieron tal cual se programaron. Lo que al comienzo parecía débil e improbable terminó siendo fuerte o incontestable. Y, al revés, aquello que parecía sólido e inevitable se disipó o se chingó a la manera de una farsa, como si las circunstancias se estuvieran tomando una venganza. ¿Contra qué, contra quiénes? Básicamente contra las elites, la cátedra y también contra verdades que se daban por descontado.

Tras volver de vacaciones, la centroderecha se enfrentó con aplomo y serenidad a la que iba a ser la elección más importante de las últimas décadas, la de los convencionales, en mayo. Lo hacía con la ridícula confianza de tener el tercio de los elegidos en el bolsillo, porque los expertos juraban que al sector le iría muy bien yendo unido en una sola lista. Sabemos lo que ocurrió. Fue un desastre de proporciones históricas. Una derrota de la cual solo se vino a reponer, en parte, en la elección parlamentaria de seis meses después, instancia en la que cambió de estrategia y compitió en listas separadas.

Con todas las crujideras y recriminaciones que ese fracaso comportó, el sentimiento dominante tanto en el oficialismo como en el mundo más conservador, hasta bien entrado el segundo semestre, era que la derecha seguía teniendo la mejor opción en la carrera presidencial, sobre todo en función del sostenido rating de Joaquín Lavín en las encuestas. El fenómeno era bastante contraintuitivo. Luego de un estallido social de las proporciones que tuvo, luego del derrumbe de la popularidad presidencial y luego de los enormes problemas económicos y sociales que había planteado la crisis sanitaria, sonaba raro que el sucesor de Piñera saliera de su propio sector, no importa si con mayor o menor cercanía a su administración. Pero es lo que la llamada opinión pública se compró durante meses. Como sabemos, los acontecimientos evolucionaron en una dirección muy distinta y, en la primaria del mes de julio de Chile Vamos, el primero que se vino abajo fue Lavín, abatido por la emergencia de un liderazgo refrescante y novedoso que representaba un cambio generacional, que provenía del mundo DC, que se había cocinado a presión en los matinales y en el Banco Estado y que parecía el hombre más indicado para parar la candidatura de Daniel Jadue de la coalición de enfrente.

Bueno, fue otro costalazo más. Porque no fue Jadue, sino Gabriel Boric, el candidato del eje Apruebo Dignidad, y tampoco fue Sebastián Sichel el abanderado llamado a enfrentarlo. Las estrellas se alinearon de otra manera. Aparte de los gruesos errores que cometió Sichel, y que lesionaron su candidatura, su credibilidad y su relación con Chile Vamos, la centroderecha entró ahí a una dinámica desintegradora -entre desesperada y mesiánica- a la cual no fue ajena la baja aprobación que tenía el gobierno ni tampoco el maximalismo al que entró Boric, el Frente Amplio y el PC en su apuesta programática de primera vuelta. Este fue el escenario donde José Antonio Kast se convirtió tanto en una tabla de salvación para el sector, porque le permitió rearticularse en segunda vuelta, como en una piedra de molino al cuello, puesto que el peso de las mochilas políticas del ex diputado necesariamente terminaron hundiéndolo. Con Kast capotó el sueño conservador de construir una derecha políticamente viable en el Chile actual desde la nostalgia autoritaria y desde la pura ortodoxia.

Hoy puede parecer evidente que la apuesta por Kast fue un error. Todo lo buen candidato que parecía ser en la primera vuelta pasó a complicarle la vida en la segunda. ¿Culpa suya, de sus estrategas? Seguramente hay mucho de eso. Pero también gravitó otro factor, que fue la izquierdización de la contienda. En el fondo, José Antonio Kast fue, rasgos más rasgos menos, todo lo que el eje Apruebo Dignidad quería tener al frente. Sin tener mucha conciencia al respecto, lo que ocurrió fue que la derecha instaló distintas candidaturas, ignorando que quien seleccionaría en rigor al elegido sería no el sector, sino Boric y su gente. Y así fue. No es la primera vez que los bloques se retroalimentan, que una coalición política como Apruebo Dignidad, además de elegir a su abanderado, elige también al político que quiso parar.

Puesto que la centroderecha por ahora está extraviada, desvencijada, llena de peleas domésticas y con caciques perdedores que han salido a ajustar cuentas, es difícil anticipar bajo qué tipo liderazgos podría recomponerse el sector. El horizonte está muy abierto, más todavía cuando en sus partidos no se advierte un proyecto político atractivo, reconocible e identificable para el futuro. Kast, que se dedicó fundamentalmente en la campaña a subrayar las falencias de Boric, nunca logró desplegarlo. Sichel tampoco. Briones y Desbordes, menos, no obstante ser ellos los que, desde sus respectivas hijuelas, más ruido por estos días están generando.

De nuevo, va a ser el gobierno de Boric el que decida qué liderazgo en particular preferirá priorizar en la oposición. Si quiere guerra, la tendrá. Si opta por la paz, no le faltarán interlocutores. Y si decide ensimismarse, repetirá un error que en distintas ocasiones al país le ha salido bien caro.