Columna de Héctor Soto: El espacio y el tiempo

La soga
Escena de La Soga (1948), de Alfred Hitchcock.


PLANO SECUENCIA. Todo empezó a fines de los años 40, cuando Hitchcock estaba filmando La soga. Como la historia ocurre entre las 19.30 y las 21.15 horas del día en que dos amigos asesinan a un muchacho solo para demostrar que son capaces de todo, el cineasta discurrió que la mejor manera de resguardar la unidad del lugar y la temporalidad del crimen era filmando la película en un solo plano. Un largo, difícil y enrevesado plano secuencia, donde la cámara se mueve entre los actores y el decorado sin cortes, aunque cambiando el encuadre de los personajes en función de los énfasis emocionales que el realizador quería transmitir. Fue un desafío descomunal y un tremendo incordio para el rodaje. Las cámaras por entonces eran enormes y pesadas. Tenían que moverse sobre rieles y al cambiar las perspectivas había que mover muros y muebles durante las tomas. Hubo que alfombrar los pisos para insonorizar el movimiento, puesto que se filmaba con sonido directo. Hubo que dibujar en el suelo los movimientos y posiciones que tenían que seguir casi coreográficamente los actores. Hubo que graduar la iluminación mientras se filmaba, atendido que la historia comenzaba de día y terminaba de noche. Hubo que mover a mano las nubes artificiales que se divisaban tras un ventanal que supuestamente daba a los edificios y cielos de Manhattan. Hitchcock con el tiempo consideró que todo ese desafío había sido una “estupidez”. Pero su vehemencia no consideró que el resultado fue sensacional como ejercicio de concentración. Eso le dio a la historia una atmósfera muy tóxica y angustiante. Los críticos franceses aullaron y cayeron en éxtasis con la cinta. El plano secuencia sería al cabo de pocos años una de las principales banderas de los cineastas de la “Nueva Ola”, entre otras cosas porque es una toma que permite al espectador ver todo y, en principio, poner el foco de atención donde prefiera. Fue la razón por la cual los jóvenes cineastas franceses de los años 60 y 70 lo usaron tanto. Hoy, cuando las cámaras son mucho más dúctiles y pequeñas, el plano secuencia ya no entraña grandes dificultades, aunque -claro- filmar películas en un solo plano continuo sigue siendo un arduo desafío. El problema es que a veces este recurso se usa por puro exhibicionismo, como en el caso de Birdman, la infame realización de Alejandro Gónzález Iñárritu que triunfó en los Oscar del 2014 (daba lo mismo haberla hecho en diez o 100 tomas) o de 1917, de Sam Mendes, donde el único plano está blufeado porque la cinta se desarrolla durante todo un día y una noche y no en los 119 minutos que dura la película. En su último largometraje, El castigo, Matías Bize también desarrolla la historia en un solo plano continuo y el efecto es muy perturbador porque el relato, aparte de jugar con la variable del espacio (la distancia que va desde el auto estacionado al borde del camino y la entrada de un bosque amenazante) jerarquiza mucho la variable tiempo: de hecho, mientras más caiga la noche, más remota será la posibilidad de encontrar al niño que se extravió cuando la película comenzó. En este caso, el interminable y complicado plano de su película se justifica y no es un alarde de malabarismo barato.

RÉQUIEM. Carlos León, gran escritor porteño, profesor de Filosofía del Derecho, autor de algunas de las mejores novelas chilenas del siglo pasado (Sobrino único, Las viejas amistades), decía que llega el momento en que todo sujeto, hasta el más humilde, pasa a convertirse en héroe al enfrentar la muerte. El momento transfigura en épica lo que hasta entonces pudo ser un vida ordinaria o insignificante. La muerte -escribió un día André Bazin, gran crítico francés- es el instante único por excelencia. Por relación a él, dijo, se define retroactivamente el tiempo cualitativo de la vida. No es más que un instante después de otro, pero con una diferencia, porque es el último. Lo que hace ese tránsito es cerrar y, en esa medida, quizás, dar sentido a todo lo que ocurrió antes. Porque ese asunto, la cuestión del sentido de vivir, es delicado y nunca está muy claro. Quizás el mundo real y la propia vida -como creía Raúl Ruiz- “no es más que la suma total de los senderos que no llevan a ninguna parte”. Es la impresión con que nos quedamos incluso frente a una vida tan notable y extraordinaria como la de Borges. El autor de El Aleph escenificó, por así decirlo, su propia muerte. Partió de Buenos Aires ya muy enfermo a fines de noviembre del 85, cuando al parecer le entregaron los resultados de un examen clínico que no salió bueno. Igual quiso irse a Italia, donde estuvo hasta el 29 de enero del 86. En principio Italia le había hecho bien dentro de su debilidad. Pero, contrariando las prescripciones médicas, decidió partir ese día a Ginebra. El frío no es bueno para usted, le dijo su médico. Tanto da morir aquí o allá, respondió él, que a su modo creía en la predestinación. Arrendó entonces en Ginebra una casa cerca de la Grande Rue que le gustó y en la que le hubiera gustado habitar en su juventud. La paradoja estaba cerrando a la perfección. El tiempo se le estaba terminando. Faltaba, claro, algo importante: el 12 de mayo pidió que lo comunicaran con Adolfo Bioy Casares, su gran amigo durante 47 años. ¿Cómo estás?, le preguntó Bioy. “Regular no más” fue la respuesta de Borges. Estaba hablando lento y oyendo poco. Bioy dice que la comunicación terminó cuando tanto él como su señora, Silvina Ocampo, sintieron que Borges al otro lado del teléfono estaba llorando. Era su despedida. Menos mal que no estaba solo cuando murió el sábado 14 de junio porque, además de María Kodama, según escribió Julio César Londoño, lo acompañaban otros amigos suyos, uno de los cuales incluso le leyó el cuento Ulrica. Aunque nunca había sido un creyente, Londoño dice que murió recitando el Padre Nuestro. No como cualquiera, eso sí, sino a la manera de Borges: en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español, “por si acaso”. Un héroe. Genio y figura hasta la sepultura.