Columna de Héctor Soto: Genes y pathos
Sabíamos de lo potente que ha llegado a ser la industria de la televisión en Israel. Sabíamos que varias de las más exitosas series de los últimos años corresponden a remakes de producciones originales israelíes, como Homeland o In Treatment. De esta cinematografía, sin embargo, sabemos menos.
Todo parte con una decisión monstruosa por parte de la madre: intercambiar a su hijo recién nacido, que vino al mundo con una limitación seria, por otro que es sano. La protagonista es una pianista, una mujer tenaz que proviene de una familia de grandes músicos, compositores y ejecutantes. Y como sabe que el matrimonio la sacará de su carrera de concertista de primera categoría, cifrará en el chico -en el niño que se robó- lo que ella no pudo conseguir. Lo someterá por lo mismo desde pequeño a la disciplina del estudio, haciéndolo parte de un tronco genético que no es el suyo y de habilidades musicales que en el caso del niño van a ser enteramente adquiridas.
Hasta ahí, por más que el punto de partida sea moralmente tóxico, todo parece funcionar y a la protagonista le funciona. El chico se destaca con el tiempo en el teclado, incluso compone, pero llega un momento en que el fraude inicial comienza a distorsionarse. Todo se degrada: la relación de la madre con su “hijo”, la del niño con ella, la de ella con su marido, que apenas existe, y también con su padre, que es un gran músico y respecto de quien el Edipo de su hija no puede ser más patológico.
Sí, la trama es un tanto freudiana, pero no es esta arista lo que hace de esta realización una gran película, porque por lejos lo más destacable es la absoluta asimetría que existe entre la luminosidad de la puesta en escena -imágenes asoleadas, ambientes ventilados, gente sofisticada- y la oscura corriente de infamia, de depravación moral, de narcisismo e inmundicia personal que corre por debajo de la superficie. La cinta, que en su primera parte tributa al punto de vista de la madre, hacia el final se abre más bien a la perspectiva del hijo y desde ahí, por supuesto, las cosas se ven distintas. Tan distintas que la película bordea los contornos del cine de terror. No porque asuste, sino porque estas turbias líneas argumentales terminan por horrorizarnos.
La obra se titula Dios del piano (partió esta semana en El Biógrafo), es israelí, corresponde al debut del director Itay Tal, cineasta de 37 años que se formó básicamente como montajista, y será uno de los mejores estrenos de este año. Tiene -quizás sea lo mejor de la realización- unos niveles de ambigüedad que descolocan y pueden llegar a ser perturbadores. Hay quienes dirán que la trama también debió hacerse cargo del destino del niño que la madre intercambió en la clínica. ¿Qué pasó con él, cómo nadie se dio cuenta de la suplantación? Podría ser. Pero eso habría dado lugar a un thriller alejado de los ejes que tiene la cinta, y que responden a la forma en que distintas subjetividades se van conectando y superponiendo en una textura que ciertamente es patológica.
Dios del piano habla del abuso en la educación de los niños, de cómo una madre intenta purgar sus frustraciones en los supuestos éxitos de la carrera de su hijo y de las distorsiones en la relación de la protagonista con su padre. Habla también de los límites de la libertad, dentro y fuera de la familia y lo hace sin retórica ni alardes.
Sabíamos de lo potente que ha llegado a ser la industria de la televisión en Israel. Sabíamos que varias de las más exitosas series de los últimos años corresponden a remakes de producciones originales israelíes, como Homeland o In Treatment. De esta cinematografía, sin embargo, sabemos menos. Y esta película exacta, compleja, bien actuada y reveladora es un llamado a corregir la inadvertencia. Difícil encontrar un título mejor que este para empezar.
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