Columna de Héctor Soto: Historias de pérdida
Aun siendo una impresión controversial y a lo mejor falsa, hay algo que hace que las películas del pasado parezcan mucho más épicas e ingenuas de lo que creímos en su momento. Y hay otro factor: por más que le pongamos empeño, es difícil encontrar en la actual modernidad rastros de inocencia o candor.
Es la historia de un niño de solo 14 años que está entrando al mundo adulto. Son pocas las escenas donde no está con un cigarrillo en la boca y tramando alguna delincuencia, mayor o menor. La cinta es italiana, se titula La Ciambra (2017), en referencia a un barrio calamitoso de las afuera de una ciudad de Reggio Calabria habitado por gitanos, y Mubi la incorporó hace poco a su cartelera. La crítica dijo en su momento que se trataba de un rescate del neorrealismo italiano, pero eso quizás sea estirar mucho la cuerda. Más revelador puede ser que Martin Scorsese figure entre los productores ejecutivos, porque vuelve a poner al descubierto su fascinación por los “patos malos”. En este caso, un “pato malo” muy precoz. El protagonista, Pío, apenas un niño, se está asomando al delito y lo está haciendo porque ha de hacerse cargo de su numerosa familia, luego que tanto su padre como su hermano mayor van a parar a la cárcel.
Dirigida por Jonas Carpignano (37), cineasta italoamericano de gran convocatoria en festivales, la cinta es un “coming-of-age” que es parte de una trilogía ambientada en esa región: Mediterranea (2015) habla de los inmigrantes africanos en la zona, La Ciambra de los gitanos y A Chiara (2021) pone la mirada en una adolescente hija de un sujeto que tiene nexos con la mafia local. Este tríptico desolador a veces hiede a Tercer Mundo porque junta la pobreza con algunos de los peores datos de una modernidad mal digerida.
Posiblemente ese factor -miseria y marginalidad- es lo que movió a algunos críticos a pensar en el neorrealismo. Se trata ciertamente de una licencia. Si algo distinguió a ese movimiento fue la fe en la gente y en que el país algún día iba a superar las desastrosas condiciones en que quedó después de la guerra. Campignano no tiene una gota de optimismo y su cámara está anclada a bolsones arcaicos de pobreza y desintegración que parecieran no tener vuelta. El espíritu de su trabajo no tiene nada de neorrealista, no obstante que la fidelidad a la barriada y el empleo de actores no profesionales (en este caso, todos de la familia Amato y todos bien centrales) podrían remitir a cierta ortodoxia. Como inmersión en los códigos de comportamiento de la comunidad gitana, su largometraje no está mal. En algún momento el abuelo de Pío recuerda a su nieto la necesidad de mantenerse fiel a los ancestros: nunca un jefe, porque la libertad debe estar por encima de todo, y siempre contra el mundo, pues saben que allí afuera apenas hay lugar para ellos.
El cine pareciera ser un arte muy de su tiempo. Es imposible despegarlo, aun en las realizaciones que parecen más intemporales. Ya no se puede hacer literalmente expresionismo alemán como el del Dr. Calicari, tampoco neorrealismo como el de Rossellini ni estética nouvelle vague como la de Truffaut, básicamente porque estos códigos corresponden a otros momentos históricos. Sí pueden tener cabida, por supuesto, las referencias, los homenajes, los tributos, pero en un contexto que siempre será diferente. Aun siendo una impresión controversial y a lo mejor falsa, hay algo que hace que las películas del pasado parezcan mucho más épicas e ingenuas de lo que creímos en su momento. Y hay otro factor: por más que le pongamos empeño, es difícil encontrar en la actual modernidad rastros de inocencia o candor. Es lo que pierde Pío en esta realización y que nosotros, como espectadores, también perdimos hace rato.