Columna de Héctor Soto: Imposturas
Onda corta. La novela de Ulla Lenze El operador de radio, publicada recientemente por Salamandra, no está mal. Rescata una época, el antes y después del Tercer Reich, tanto en Alemania como en Estados Unidos, despliega observaciones finas sobre la traición y reconstituye una experiencia de espionaje en la cual el tío abuelo de la autora estuvo involucrado. Pero, si bien no está mal, tampoco es tan notable como lo han planteado muchos críticos. Su protagonista es un sujeto sin oficio claro, alemán radicado por años en Nueva York, apasionado de la radioafición, que es capturado gracias a esto por una red muy poco profesional de espionaje nazi antes del ingreso de Estados Unidos a la guerra. Aunque el personaje tiene cierta coherencia en su oscuridad e irrelevancia, la novela está en permanente pugna con su pasividad y desaprensión. Cuenta contar historias interesantes de sujetos así. El tío Josef era hombre de poca combustión interior, más bien escaso de convicciones y de esa gente que entienden que vivir es enfrentar las cosas que le suceden. Nunca se les pasa por la cabeza que, con un poco de coraje y confianza en sí, podría provocarlas en vez de padecerlas. Descontado de este factor, el relato se ordena bien y mezcla tres tiempos: los años en que Josef se involucra en el espionaje, antes de la guerra, el tiempo en que vuelve a la casa de su hermano cuando ya Alemania está ruinas y los años posteriores, cuando el sujeto, para no seguir teniendo problemas, se viene a América, primero a Buenos Aires y luego Costa Rica, tratando de zafar de lo que obviamente fue un error en su vida. El relato nunca es lineal. Los capítulos saltan de un momento a otro y si el anterior picoteaba en el 39 el siguiente lo hace el 45. La fórmula es un tanto agotadora porque obliga a los lectores, más que a dimensionar los caracteres, a tratar de averiguar en qué lugar del mantel espacio-temporal hay que ubicar la pieza narrativa que se nos está entregando con la lógica, más que de una novela, de un aparatoso rompecabezas. Hay que concederlo: entretiene. No cautiva.
¿Víctimas? El documental Antares de la luz: la secta del fin del mundo, película dirigida por Santiago Correa y que es parte de la oferta de Netflix, es quizás más interesante por lo que no muestra que por lo que muestra. En su explicación del fenómeno de las sectas y de la que encabezó concretamente Roberto Castillo Gaete en Colliguay, la obra prepara una cazuela donde junta esoterismo y calendario maya, chamanisno y reiki, conciencia y yo interior, experiencias de iluminación con alucinaciones y sueños, verdades herméticas con cuentas de fin de mes, seres luminosos, seres oscuros y seres opacos, Viracocha y ayahuasca, milenarismo apocalíptico y talleres de sanación. Lo único que no figura entre estos ingredientes es el concepto de responsabilidad individual. La cinta (informativa, solvente, correcta cuando no apela a espantosos efectos psicodélicos) se abre a la idea de que todos son víctimas. Pablo Undurraga, lugarteniente de Antares y gran interlocutor de la realización, lo es porque de chico usó frenillos, no le gustaba el fútbol y le hacían bullying en el colegio. La otra porque andaba extraviada o la de más allá porque nadie nunca la quiso… Pamplinas. Nadie responde de su cara, tampoco de sus actos y menos del crimen cometido. Además, siempre hay algún informe psicológico para emborrachar la perdiz. Hay psicología para todo. Hasta la propia justicia se compró la tesis del dominio mental ejercido por el líder y. de los siete inculpados de la secta, solo dos pagaron el asesinato con dos años de presión efectiva. Una ganga. Nunca se entenderá cómo gente aventajada, supuestamente educada, pudo caer tan bajo a esta espiritualidad flaite y llegar a estos extremos de estupidez.
Mentiras. Así como la sabiduría popular postula que es más fácil pillar a un mentiroso que a un ladrón, así también los críticos debieran saber precaverse de los chantas cuando posan de gran autor. Está claro que no lo supo hacer en el caso de Luca Guadagnino, que dirigió hace algunos años Llámame por tu nombre, una cinta en la cual todo era de mentira y las sospechas de falsedad llegaban incluso al celuloide sobre el cual había sido emulsionada. El mundo, sin embargo, no solo los críticos, decidieron tomársela en serio, tan en serio que muchos pusieron los ojos en blanco, y el engendro postulo a varios Oscar (consiguió el galardón por mejor guion adaptado), se llevó tres Globos de Oro ese año, lo cual por cierto no reviste gravedad alguna, y el American Film lo puso en el top-ten del 2017. Tuvieron que llegar otros títulos después para que entendiéramos de quién estábamos hablando. Suspiria, remake de un clásico del cine de terror de Dario Argento, fue una vergüenza y Hasta los huesos, una historia de amor entre adolescentes caníbales, resultó poco menos que una estafa. El resultado de su nueva realización, Desafiantes, que se ha quedado pegada en la cartelera local, no es mucho mejor. Es la historia de la amistad de dos jóvenes tenistas profesionales que en algún momento se enamoran de la misma chica (Zendaya), también tenista y entrenadora de uno de ellos tiempo después. Suena mal, huele mal, comienza mal y termina peor. Otra vez todo es de mentira. Otra vez Guadagnino no tiene la menor idea respecto adónde hay que instalar la cámara. Y otra vez intenta salir airoso abusando del ralentí y de la banda de sonido. Hasta cuándo.
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