Columna de Héctor Soto: La embriaguez romántica

Wong Kar-Wai

El arte de Wong Kar-wai conecta de manera majestuosa con esa noción del cine como arte de la imaginación y de la conciencia ensoñada. Obviamente en estas películas hay cero realismo. Todo está estilizado, demorado, concentrado y teñido por las pulsiones oníricas.



Es muy revelador el fenómeno: son dos películas que ya tienen como veinte años y que siguen tanto o más intactas que el día de su estreno. Una es Con ánimo de amar y la otra, 2046. Ambas podrían estar junto a Vértigo de Hitchcock, junto a La mujer de al lado, de Truffaut, posiblemente junto a alguna de las obras más inspiradas de von Sternberg con Marlene Dietrich, entre las cumbres del cine romántico de todos los tiempos. En momentos de tanto encierro y amenaza, ha sido una fiesta que hayan sido reeditadas, reestrenadas y que ahora estén disponibles en plataformas como Mubi y Filmin.

Wong Kar-wai, el director de ambas, es un cineasta hongkonés cuya percepción del amor trasunta la misma dosis de arrebato que de fatalidad. A juicio suyo, el verdadero amor se da solo una vez en la vida y está condenado, de manera irrevocable, tanto si aparece muy temprano como si ocurre demasiado tarde. Esa noción al final es tan desorbitada y perentoria como el intento del protagonista de la película de Hitchcock, una vez que muere la mujer de la cual se había enamorado, de “reconstruirla” exactamente igual en otra chica que tiene un cierto parecido aunque no el magnetismo inalcanzable de la difunta.

En Con ánimo de amar la pasión llega a la vida del protagonista, el señor Chow, un periodista con ambiciones literarias, y de la señorita Li-zhen, secretaria de una firma pequeña, cuando ya ambos están casados, e incluso más, cuando ambos se dan cuenta que entre sus respectivos cónyuges también hay un adulterio en curso. Desde el comienzo son seres heridos y traicionados. En 2046, que es una suerte de continuación del mismo drama, el protagonista sobrevive en Singapur a su antigua pasión, yendo sin rumbo de juerga en juerga y de un amor a otro, ninguno de los cuales es capaz de calmar su ansiedad o de devolverlo a las zonas que lo llevó la mujer que perdió. Tiene la oportunidad de recuperarla cinco años después, cuando va a buscarla a Hong Kong y no la encuentra por apenas horas de diferencia. No solo eso: este personaje imagina en la ficción que está escribiendo un lugar, 2046, que es adonde huyen los que andan buscando el amor y del que nadie, excepto él, ha regresado. 2046 es un número cabalístico. Corresponde al de la habitación donde se reunía con Li-zhen. Es el título de su libro. Es también el año en que en principio Hong Kong iba a pasar a dominio total de China. Y, bueno, es como se llama esta especie de secuela portentosa, tan desgarradora como el aria Casta Diva (Norma, de Bellini) que escuchamos en la pensión del protagonista para ocultar ruidos incómodos, tan irrevocable como el dictado de los dioses en las tragedias griegas, tan seductora como la belleza de una flor efímera, no obstante que la cinta sigue sorteando indemne el paso de los años.

Wong Kar-Wai
2046, de Wong Kar-wai.

Será una perogrullada plantearlo en estos términos, pero qué fascinante puede ser el cine. Puede alcanzar alturas insospechadas apegándose con servilismo lacayo a la realidad, como le gustaba a André Bazin y a todos los teóricos del realismo. Y también puede lograrlas fugándose a zonas donde el mundo simplemente se evapora y lo único que cuenta son las fantasías y el sentimiento. El arte de Wong Kar-wai, en especial, conecta de manera majestuosa con esa noción del cine como arte de la imaginación y de la conciencia ensoñada. Obviamente en estas películas hay cero realismo. Todo está estilizado, demorado, concentrado y teñido por las pulsiones oníricas. Todo está impreso en el dolor de la pérdida. Ya casi nadie filma así, desde la desesperación y el insomnio. Wong Kar-wai mira, viste y hace actuar a sus mujeres como orquídeas cautivantes. Nadie ha filmado como él a los amantes en un taxi -lo hace aquí, en las dos películas, y lo hizo también con la pareja gay de Happy together- con la delicadeza, la decepción y el abandono con que su cámara captura los corazones rotos. Esto es romanticismo en estado puro. Agónico y asfixiante por una parte, glorioso e intransferible por la otra. No hay dónde perdernos: su cine tiene la autoridad del amor profundo.