Columna de Héctor Soto: La nueva radicalidad
La nueva radicalidad dista de esos chirridos y está asociada a realizadores como Eric Rohmer, como Hong Sangsoo y a autores que están llevando el cine al grado cero de la intencionalidad. Hace mucho rato que el rupturismo pasó de estirar las cuerdas de la violencia o el sexo a otra cosa muy distinta: a mirar con ojos de asombro, con mirada un poco marciana, si se quiere, el lado absurdo y aburrido de la vida.
Son preguntas parecidas a las de Jorge Manrique en sus coplas: “¿Qué se fizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón / ¿qué se hicieron?” La que el crítico se formula ahora es si queda algo de la radicalidad del cine de los años 70 u 80.
Si hubiera que meter en esa categoría la producción actual, ¿qué películas entrarían? ¿Habrá alguna radicalidad en Tarantino? Por simpática y seductora que sea Erase una vez en Hollywood, nadie diría que es una película arriesgada o puntuda. Para qué hablar de rifleros como Gaspar Noe, que en Climax se propone hacer una obra supuestamente degenerada y que difícilmente rasguñaría la piel de una señora conservadora, o como Abdellatif Kechiche, el director francotunecino que después de haber hecho una película sensible, La vida de Adele, incurrió en estupideces supuestamente eróticas (la saga Mektoub) que habrían servido para dormirnos si el sonido no hubiese estado permanentemente saturado.
Pongámonos serios, entonces. La nueva radicalidad dista de esos chirridos y está asociada a realizadores como Eric Rohmer, como Hong Sangsoo y a autores que están llevando el cine al grado cero de la intencionalidad. Hace mucho rato que el rupturismo pasó de estirar las cuerdas de la violencia o el sexo a otra cosa muy distinta: a mirar con ojos de asombro, con mirada un poco marciana, si se quiere, el lado absurdo y aburrido de la vida. Hubo un tiempo, al comienzo, en que Wes Anderson, antes de convertirse en el presumido que es ahora, fue un cineasta radical con títulos como Enredos de oficina o Tres son multitud. Qué duda cabe que Jim Jarmush también lo fue en Stranger than Paradise y dejó de serlo hace años.
Ahora, James Vaugh, un australiano debutante en el largometraje que tiene 32 años, ha estrenado una cinta que vuelve a sacarle lustre al concepto con Friends and Strangers. Es la más reciente de las novedades de Mubi.
Es una película increíble, sobre nada y sobre todo. El protagonista es un joven de muy baja intensidad emocional, extraviado y aburrido, que flota durante toda la proyección entre diálogos incoherentes, situaciones absurdas o flirteos inconducentes. Pero la película es más que eso, porque a su manera la puesta en escena también es descentrada y descolocadora.
A menudo el foco está fuera de cámara; a menudo lo más importante de la historia se la tragaron las elipsis; a menudo el sin sentido es parte de la puesta en escena. La historia, que comienza con un reencuentro amistoso de chico y chica que se deshace como pompa de jabón a muy corto andar, y culmina cuando él la divisa a ella con alguien que podría ser su nuevo o su antiguo amor, no lleva a ningún lado. Sin embargo, a pesar de sus imágenes asoleadas, a pesar de su mirada en principio comedida sobre la sociedad australiana, la película sí clava una pica en Flandes, porque podría ser definida como un inolvidable rescate de la afectividad millenial.
Eso es lo que es: mínima intensidad, cero utopía, poca autocrítica, alta dosis de desdén, fuerte individualismo, mucha desorientación y una resuelta anemia emocional. Aunque se trata de nada, siempre el espectador tiene la sensación de estar viendo una cinta imprevisible y con una buena carga de verdad. A lo mejor estos personajes, porque son planos y están vacíos, no se resisten más allá de los 15 minutos. Pero sería interesante conversar con este cineasta toda una tarde. El tipo sabe de lo suyo.