Columna de Héctor Soto: Momentos, facetas, oscuridades

We are the world USA for Africa


Imperdible. Posiblemente La gran noche del pop, cinta que lleva ya algunos meses en Netflix, no es un documental canónico. En realidad, tampoco quiere serlo. Pero es un gran, estupendo y fantástico testimonio de la noche de ese 28 de enero de 1985, de cuando se grabó en un estudio de Los Ángeles la canción We Are the World por iniciativa básicamente de Quincy Jones, Lionel Richie y Michael Jackson como contribución al combate contra el hambre en África. La canción tiene una historia preciosa: al comienzo fue un asunto estrictamente racial, en seguida pasó a ser un proyecto altruista, luego su convocatoria fue abiertamente transversal y al final se convirtió en una experiencia resueltamente épica. Estas imágenes de Bao Nguy, cineasta nacido en Tailandia pero formado en los Estados Unidos, documentan todo, desde que un año antes Harry Belafonte -cantante, actor de color y activista de los derechos civiles desde los años 50- logra interesar a Lionel Richie para que patrocine el proyecto. Después de sumó Stevie Wonder y entonces Quincy Jones, gran compositor musical de Hollywood y uno de los mayores productores musicales de todos los tiempos, se compromete a subir a Michael Jackson al proyecto. De ahí en adelante las cuentas nunca dejaron de ser alegres, puesto que se fueron sumando Kenny Rogers, Bruce Springsteen, Tina Turner, Bob Dylan, Paul Simon, Ray Charles, Diana Ross y una constelación de ídolos del pop como nadie había reunido hasta entonces y nunca nadie volvió a juntar después. El secreto del éxito fue que la grabación tenía que desarrollarse en absoluta reserva, en el curso de una sola noche y el mismo día que se entregaban los American Music Awards, ceremonia de la cual el propio Richie era el anfitrión. Era el único día en que iban a estar todos. La idea era que después de la ceremonia los artistas se arrancaran a grabar una versión inicial y muy en borrador de We Are the World, compuesta por Richie y Jackson, que a medida que fueron pasando las horas se fue articulando y formateando como el glorioso himno que llegó a ser. Uno de los momentos más rescatables de la década del 80. A no perdérsela.

El todo y las partes. Es confesional sin ser impúdico. Es literario sin ser culterano. Es interior sin ser hermético. Es actual sin ser contingente. El nuevo libro de Matías Rivas, Referencias personales. Literatura y autobiografía (Seix Barral, 2024), describe a mi amigo Matías tal cual es, en sus múltiples facetas: un insomne sin vuelta, un carácter obsesivo, un cerebro agudo aunque definitivamente escéptico, un lector disciplinado pero también fragmentario, un visitante asiduo de las profundidades de internet, un tipo que aborrece por igual los aeropuertos, el fanatismo y las muchedumbres, una cabeza devorada por la duda, un poeta que no concibe el arte o la literatura si es que no logra conectarla con la vida, un editor con trayectoria y que le tiene respeto al verbo, una mente receptiva a las terapias, agradecida de los fármacos y que sabe que no es solo ahí, en la mente, donde se cocina el control sobre nuestros actos. A pesar de no tener edad para venir de vuelta, puesto que esa es la impresión que da en estas páginas (apenas ronda los 53), Rivas ha escrito un libro que es convincente y entrañable, que equivale a conversar con él hasta bien entrada la noche, que tiene un tono inconfundiblemente suyo y que pasa revista -a pedazos, sin esfuerzo, sin estridencia, sin solemnidad- a sus preferencias, adicciones, manías, desdenes, sentimientos y fobias. También a los autores que más lo interpelan: Walter Benjamin. Marguerite Duras, Parra, Marco Aurelio, José Luis Martínez, Enrique Lihn, Barthes, Agota Kristof, Poe y en general un conjunto de autores más o menos desesperados. Quizás porque a él le es más fácil reconocerse en ellos. Quizás porque conoce bien a los demonios de que habla. Si algo deja en claro este libro abiertamente testimonial es que si hay en Matías Rivas un cierto desencuentro, más que con su época, en realidad es con el mundo. Difícil encontrar mejor insumo para la creación literaria.

Día y noche. En un artículo sobre el laberinto en tanto espacio imaginario y en tanto mito y locura, el doctor Otto Dörr, psiquiatra formado en la Universidad de Chile y en la Universidad de Heidelberg, premio nacional de Medicina, hace esta hermosa reflexión sobre la luz y la oscuridad: “El espacio diurno es el espacio de la continuidad, de la perspectiva y de la claridad; en suma, es un espacio donde domina el sentido de la vista… El espacio nocturno, en cambio, al carecer de horizonte y de luminosidad, es un espacio del oído y del tacto, justo aquellos sentidos que muestran un desarrollo especial en los ciegos. Pero el espacio nocturno no se constituye solamente desde la falta de luz, sino que tiene un carácter propio y positivo. Minkowski, en Le temps vecu, dice a propósito lo siguiente: el espacio de la oscuridad no se extiende delante de mí (como el diurno) sino que me envuelve y me toca de forma inmediata… Él penetra y me atraviesa… de manera que uno podría decir: yo soy transparente para la oscuridad, así como no lo soy para la luz” (Psiquiatría y cultura. Artículos y ensayos escogidos, UDP, 2024, pág. 235)

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