Columna de Héctor Soto: ¿Nos queda saldo?
En rigor, nada está haciendo mucho sentido en el actual escenario político. Parece un mal chiste que vayamos a elegir a los miembros de la próxima convención constituyente en la misma jornada electoral en que elegiremos alcaldes, concejales y además gobernador regional. La franja electoral, que debiera clarificar las opciones de una y otra elección, mezcla todo en una sola sopa y a veces más parece una mezcla de feria libre con circo pobre. Los problemas comunales se confunden con los de la región y también con los del tinglado constitucional que debiera organizar y distribuir el poder político para las próximas décadas. Es imposible calcular la de disparates que podrían salir de semejante confusión.
Por otro lado, parece bien loco que la realización de estas elecciones -no obstante los notables avances logrados en materia de vacunación- termine coincidiendo con uno de los peores momentos de la pandemia. Aunque era previsible, lo ocurrido con el recrudecimiento de la epidemia al parecer no estaba en el radar de nadie. El momento es delicado. ¿Cuánta gente dejará de ir a votar por el temor a los contagios? ¿Es razonable llevar a cabo una jornada cívica como la prevista en condiciones de restricción, que no sabemos cuánto van a durar y que incluso podrían endurecerse todavía más en las próximas semanas?
Se entiende que al gobierno no se le pase por la cabeza la idea de postergar las elecciones. Hay que recordar que en su momento el solo anuncio de las primeras medidas para enfrentar al coronavirus movió a muchos dirigentes opositores, e incluso a académicos respetables, a acusar a La Moneda de estar agitando un fantasma e inventando un cuento irreal para el solo efecto de aplazar el plebiscito que inicialmente iba a tener lugar en abril de 2020. Con tanta mala fe en el ambiente, es de imaginar la cantidad de acusaciones que generaría la idea de un nuevo aplazamiento.
La iniciativa, por lo mismo, no puede surgir sino del mundo parlamentario, y concretamente de los partidos. Son los únicos que, si se ponen de acuerdo, podrían proponerlo con cierta legitimidad. Claro que para eso tendrían que salirse por un rato de sus trincheras, mirar las condiciones objetivas de la actual coyuntura con sentido de país y tomar los resguardos normativos y posiblemente económicos envueltos en una eventual decisión de diferir los comicios. A estas alturas, no es cosa de volver a chutear las fechas por uno o dos meses más. Hay compromisos en las campañas que deben cumplirse y cualquier prórroga puede implicar mayores costos.
Como hasta aquí parece muy improbable que la agenda pueda modificarse, no queda mucho más que encomendarnos a la excepcionalidad chilena para que el desenlace nos conduzca al mejor resultado y no al peor. Han sido varias las veces en que este país se jugó su destino en condiciones de gran adversidad y donde, no obstante eso, las cosas -a la inversa de lo que temía la cátedra- terminaron saliendo bien. ¿Hemos abusado de la buena estrella? ¿Nos queda todavía saldo contra el cual girar?
El temor que trasuntan estas preguntas nace sobre todo de una clase política que no ha dado muestras ni de prudencia ni de racionalidad en el último tiempo. Es sintomático que mientras estaba pendiente una reforma a las pensiones sustantiva, buena o mala, da igual, el Parlamento haya aprobado con absoluta impunidad ya dos retiros de los fondos acumulados por los cotizantes y estemos en plena discusión de un tercero. Por este forado el sistema previsional, que ya estaba en rojo en función de las expectativas de los afiliados próximos a pensionarse, muy pronto pasará a ser solo una burla. Ningún sistema de seguridad social resiste estas exacciones y este nivel de populismo. Eso lo sabe cualquiera. Simplemente no es cierto que estos retiros hayan sido la única vía existente para que los sectores más vulnerables pudieran afrontar la emergencia. Lo que aquí primó fue el propósito de la izquierda de desmantelar el actual sistema y la falta de coraje de los políticos de centro y de derecha para oponerse, en un año de varios retos electorales, a una iniciativa que significa plata inmediata para la gente y que obviamente tiene apoyo ciudadano.
En momentos así es cuando la ausencia de liderazgos en el país se hace sentir con mayor patetismo. Los líderes son justamente las personas que generan confianza en momentos de incertidumbre como el actual y hoy por hoy los chilenos, aparte de no tener ninguno que califique como tal, no confiamos en nadie. Poquísimo en el Presidente y el Congreso. Cero en los partidos y en las élites. Apenas si, un poco, en la familia. Casi nada en los vecinos. Menos aún en los desconocidos y, menos que menos, en los adversarios, que por obra de la polarización ya pasaron a ser enemigos.
Se diría que seguimos quizás apostando mucho a la excepcionalidad de nuestra historia política, que en general suele tratarnos bien (aunque en los 70, huelga decirlo, nos jugó muy en contra). Por lo mismo, es posible que a pesar de todo -de la pandemia, la crisis económica, la irrelevancia de los políticos, la fragilidad de las autoridades- el resultado termine siendo quizás no tan malo. Enhorabuena si es así. Pero que nadie se engañe: el futuro no está comprado y cada día estamos corriendo más riesgos.
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