Columna de Héctor Soto: Para bien y para mal

Un dolor real
Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en Un Dolor Real.


Sorpresa. Escrita, dirigida y protagonizada por Jesse Eisenberg, el actor de La red social, y que de pavo solo tiene la cara, Un dolor real debiera llegar a ser una de las películas de este año. Es un golpe a la cátedra y una lección de serenidad en tiempos en que el cine se ha vuelto previsible y gritón. Esta es la historia de dos primos, muy distintos uno de otro, que tras la muerte de la abuela, inmigrante judía, deciden contratar un tour por la Polonia judía. En el grupo van otros cuatro o cinco turistas, y la cinta, aparte de ser la crónica de ese recorrido, es sobre todo una aproximación al carácter de Benji (Kieran Culkin, notable), el primo más bien “looser”, inestable, un poco hippie y que a los 30 y tantos pareciera no haber encontrado todavía su destino. Es una hermosa película. Tiene silencios y está llena de momentos reveladores. La música incidental siempre repite un nocturno de Chopin. Desde luego que la cinta habla sobre el Holocausto, pero sus ejes van por otro lado. Van por los sentimientos que son capaces de contener, expresar o reprimir los personajes a partir de lo que van viendo y de los códigos de convivencia que van acuñando entre sí. Aparte del guía, que no es judío, en el viaje van una pareja madura del Medio Oeste, una mujer recién divorciada, un refugiado de Ruanda convertido al judaísmo y también el personaje de Eisenberg, David, un programador digital que tiene un buen empleo en Nueva York, una familia establecida y una agenda que le deja poco tiempo para plantearse dilemas importantes de la vida. Un dolor real discurre no solo con serenidad, sino también con lirismo, apelando a la efectividad del mecanismo que opera al interior de toda “road movie”: el viaje, junto con ser una experiencia física, es también una instancia de crecimiento interior.

Decepcionante. La nueva novela de Juan Gabriel Vásquez, Los nombres de Feliza (Alfaguara, 2024), es una decepción: libro corto que se hace largo, panegírico aburrido y gimotero, es la historia de una escultora que no se cambiaba por nadie y que, sin una sola gota de humor, tuvo una vida triste. Triste porque se casó con un gringo del cual terminó lateándose, porque descubrió que su actividad en el mundo del arte era más entretenida que su hogar, porque su primer amante murió en un accidente aéreo, porque desde joven fue una rebelde incomprendida que se compró todas las causas asociadas a la revolución cubana y a la izquierda guerrillera, a raíz de lo cual se cruzó con las fuerzas de seguridad colombianas. Triste también porque tuvo que separarse por años de sus hijas, que partieron a Estados Unidos, y no en último lugar, porque cuando se exilió en París con una nueva pareja sus días no fueron especialmente gozosos, no obstante que a esas alturas ya era una artista reconocida. Si bien en París fue acogida con frialdad por sus compatriotas, La Payita, la compañera del Presidente Allende, le tendió la mano y siguió siendo muy amiga de los García Márquez. Bueno, esos son los hechos. De ahí, como de cualquier cosa, pudo salir una historia con vuelo o una narración ordenada y palabrera, que fue lo que salió. Estará bien reporteada y escrita, pero no emociona ni prende. Si hay algo que a Vásquez no se le dan son las historias de amor, y eso aquí vuelve a confirmarse. Si El ruido de las cosas al caer, Las formas de la ruina y Volver la vista atrás fueron espléndidas novelas (sobre todo estas dos últimas), no fue desde luego por el lado romántico, que casi no entraba a la ecuación, sino porque eran penetrantes miradas a ese país contradictorio, fascinante, complejo, desgarrado y difícil de entender que es Colombia. Aquí esa parte pesa mucho menos y se limita a un catálogo de observaciones consabidas y políticamente correctas. En cambio, lo que debería pesar más, los caracteres y los sentimientos de esa mujer que tuvo tres amores, uno fracasado, otro amputado por la fatalidad y el tercero capturado por una melancolía parisina más novelesca que convincente, apenas califica. Porque ¿cuáles fueron los demonios y plenitudes de esta escultora? ¿De verdad el autor cree que la vida de una artista pueda explicarse solo por el hecho de haber vivido siempre con el viento en contra? El relato incluye páginas de dos entrevistas suyas, reales, a un diario conservador y que son repelentes. No hay una sola respuesta suya donde no se tome demasiado en serio y donde, tratando de quedar como inteligente, queda solo como antipática.

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