Columna de Héctor Soto: Piñera y la centroderecha: conexiones, apagones y chispas

Piñera y los líderes de la derecha.
Piñera y los líderes de la centroderecha.


Es muy posible que con el tiempo la relación entre Sebastián Piñera y la derecha termine transformándose en un caso de estudio por varias razones: singularidad, complejidad, resentimiento, aprecio, oportunismo, entre otros varios factores. Fuera de ser el único político de la primera línea del sector que estuvo con el No en 1989, y el único también que logró llevarlo dos veces a La Moneda después de 50 años de exilio del poder democrático, Piñera hoy está entre las figuras que menor simpatía generan en la centroderecha y, de hecho, allí el respaldo a su gestión no es mucho más alto que en el resto.

Desde luego, no siempre fue así. La descapitalización política del Presidente entre sus aliados, al menos la más reciente, viene básicamente del desempeño de su gobierno a partir del estallido. En el fondo, la derecha nunca le perdonó al Mandatario que no pudiera controlar la variable de orden público en esas semanas difíciles. Y la verdad es que no la pudo controlar porque las policías no dieron el ancho, porque el Estado chileno no estaba preparado para afrontar desórdenes de esa magnitud y porque haber apelado a las Fuerzas Armadas para imponerlo habría sido quizás peor para el futuro de la sociedad chilena. Es difícil comprobar esta hipótesis. No tenemos el contrafactual. Dicen que la vez que los uniformados salieron a la calle lo hicieron sin balas y el general Iturriaga, que estaba a cargo de la RM en estado de emergencia, dijo que no estaba en guerra con nadie poco después de que el Presidente había dicho que estaba en guerra con la subversión. La verdad es que fue una divergencia descomedida, aunque explicable. Las Fuerzas Armadas aprendieron y saben lo que puede significar Punta Peuco II.

El problema de fondo, con todo, tal vez no estuvo ahí. Estuvo en la incapacidad de la autoridad para reconocer honestamente que el orden público chileno descansa casi tanto en la buena voluntad del anarquismo, el narco y del lumpen de no vulnerarlo como en la capacidad de las policías para enfrentarlo en las calles con mediano éxito. Mejor ni hablar del Ministerio Público y de los tribunales para hacer efectivas la responsabilidad por el vandalismo, porque en ese plano la inoperancia es aún mayor. Esta es la cruda verdad. Pero es una verdad que se encapsuló por semanas y semanas en eufemismos y sobreentendidos, que el Presidente nunca explicitó crudamente, entre otras cosas porque es difícil para quien está al mando reconocer que no tiene en verdad ningún mando.

¿Habría sido muy distinto si el Presidente lo hubiera reconocido? También nos falta el contrafactual para comprobarlo. Se podría presumir, sin embargo, que un reconocimiento así al menos habría fortalecido en la derecha la conciencia de que en este plano el Estado chileno está perdiendo aceite desde hace muchos, muchos años. En este ámbito siguen dándose asimetrías que son inexplicables. Todas las encuestas, por ejemplo, indican que entre las dos o tres máximas prioridades de la población está la seguridad y, sin embargo, ninguno de los precandidatos presidenciales de la centroderecha tiene entre sus banderas más distintivas ampliar los cupos policiales o modernizar con mejor tecnología el trabajo de inteligencia y prevención que debieran realizar. Tampoco Piñera tuvo esa prioridad. Es curioso, porque se trata de un tema emblemático de la derecha en el mundo entero. A la chilena, sin embargo, le avergüenza. ¿Será otra rareza más de nuestra política?

Bueno, no es la única. ¿Cómo no va a ser bien singular que, estando el Presidente con su popularidad al suelo, lo más probable -según la cátedra- es que el próximo gobierno vuelva a ser de centroderecha? ¿Cómo puede ser, con todo lo que se izquierdizó el país en la esfera mediática y en las redes sociales, en la agenda política y en la discusión pública, que no sea ni la nueva izquierda ni la vieja las que hayan capitalizado el descontento? Condorito decía que exigía una explicación. Pero ahora hay más gente que también la pide.

Así las cosas, a pesar del indudable fracaso político del gobierno, es muy posible que Piñera termine entregándole la banda presidencial a una figura de su misma coalición. Vaya fracaso raro el suyo, entonces. Se podría decir que en su primera administración Piñera no fracasó y, sin embargo, terminó abriéndole la puerta a Bachelet II. Ahora el balance sería al revés. Otra rareza.

Si el tema del legado de Piñera ya era controvertido hasta aquí, en el futuro lo será mucho más. Las cuentas de Palacio señalan que a partir de octubre de 2019 Chile enfrentó la mayor crisis social de sus últimos 50 años; enseguida, la mayor crisis sanitaria de los últimos cien y, en simultáneo, la mayor crisis económica en décadas. Y Piñera tiene buenas razones para decir que él logró manejar con sensatez la crisis social, encauzándola al debate por la nueva Constitución y el plebiscito; también diría que en materia sanitaria no lo hizo mal (es más, estamos entre los países que mejor manejaron la epidemia) y que de la crisis económica vamos a salir mucho antes que el resto de los países de la región. Siendo así, el balance es muy presentable.

Claro que también hubo una crisis política, en la que todavía estamos, y de la cual el propio gobierno es parte. Esa crisis se tradujo en una feroz cadena destructiva del prestigio y la confianza que inspiraban las instituciones. Piñera, al menos en parte, no está libre de responsabilidad por este desgaste. Nunca dimensionó como debía la majestad de su cargo. Se sobreexpuso innecesariamente. Su personalismo le jugó muy malas pasadas y dañó, por supuesto, la conexión con los partidos de la coalición. Lo que es peor: fue errático. Nunca pudo dar con una buena lectura del estallido (¿habrá alguien que la haya tenido?) y, como le gusta ser winner siempre, trató una y otra vez de subirse al carro de las protestas, no obstante que eran en gran parte precisamente en su contra. La foto suya en el monumento a Baquedano, cuando todo estaba pegado con alfileres, no fue ni casualidad ni anecdótica. Fue un síntoma olímpico de desconexión. Eso y no solo eso desorientó mucho. Y contribuyó desde luego al desorden, al caos, al desbande del sector. Hoy está menos claro que nunca qué es concretamente ser de derecha. Es cosa de haberle dado un vistazo a la franja electoral. Había candidatos de RN, de la UDI, que vociferaban contra el gobierno, contra el modelo, contra el país, tanto o más que los de izquierda. No es culpa de Piñera, claro. Pero sí es parte del déficit político que tuvo su gobierno y que dejó a la centroderecha en paños menores, especialmente con ocasión del debate en torno a los tres retiros de los fondos de pensiones. A lo mejor nadie podría haber contenido el nivel de deserciones al que se llegó. Lo que no obsta a que el espectáculo fuera extremadamente deprimente, partiendo por el que dieron varios de los presidenciables del sector.

A partir de este factor, hoy Chile Vamos acude a estas elecciones más a ciegas que nunca. Nada está garantizado. ¿Rondará el sector el tercio de los votos, lo sobrepasará o quedará lejos de esa marca? Y aun si lo obtuviera, ¿qué asegura eso en contextos donde el ruido que se escucha en los partidos e incluso en independientes que se dicen de derecha es de un populismo desvergonzado?

En algún momento, en rigor el 11 de marzo del año próximo, el gobierno de Piñera terminará. No queda casi nada. Pero es lo suficiente para impedir que alguien diga ya la última palabra.

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