Columna de Héctor Soto: Planta grande, tiesto chico
El problema de El padre obviamente no está en Anthony Hopkins. Está en la película, dirigida por el dramaturgo francés Florian Zeller, a partir de una obra de teatro suya -exitosa, claro- adaptada por él y Christopher Hampton. Es su debut en el cine y se nota.
Es bueno como resguardo salir a tomar un poco de aire fresco cada vez que Hollywood se encandila con la película “revelación de la temporada”. Porque normalmente se trata de relatos rancios que, aparte de ser muy poco reveladores, se prestan para genuflexiones académicas y tributos al lugar común.
Es el caso de El padre, la cinta que le reportó este año a Anthony Hopkins el premio al mejor actor. Es el segundo Oscar del notable intérprete británico en su carrera. Lo ganó por El silencio de los inocentes y debió haberlo vuelto a ganar por Lo que queda del día. Ambos fueron trabajos de gran densidad psicológica y enorme contención interpretativa. El de acá en cambio incurre en ese histrionismo desaforado en el que los aclamados actores de cola larga se refugian cada vez que no existe un director que los discipline y también cuando tienen que ponerse en la piel de personajes que les quedan chicos. Aquí Hopkins, más aristocrático que nunca, seduce con sus modales distinguidos, sonríe, se desconcierta, defiende su dignidad, se entristece, llora, en algún momento zapatea con la elegancia de Fred Astaire, después se indigna, gimotea y se diría que al final va a su camarín para colocarse la mirada perdida que exigen las circunstancias, lo cual, en su caso, con esos ojos azul profundo y esa nobleza que ha venido adquiriendo con los años, no dejará indiferente a nadie. ¡Wow! Qué oficio el que tiene. Sin embargo, todo este desgaste es solo para dar cuenta del drama de un anciano que se resiste al asalto de las disociaciones cognitivas y a los forados mentales propios del alzheimer. Qué duda cabe que la suya coincide con eso que normalmente se considera una gran actuación. Pero, por otro lado, cómo no reconocer que este trabajo está entre más lo más consabido y previsible que hemos visto en mucho tiempo.
El problema de El padre obviamente no está en el actor. Está en la película, dirigida por el dramaturgo francés Florian Zeller, a partir de una obra de teatro suya -exitosa, claro- adaptada por él y Christopher Hampton. Es su debut en el cine y se nota. La cinta es de esas realizaciones pedestres que tocan una sola tecla y se las arreglan con una sola idea. La tecla, la idea o comoquiera que se llame, es que el deterioro mental del protagonista implica, sobre todo en las fases iniciales de su enfermedad, una infernal cadena de sensaciones de desarraigo, inseguridad, paranoia, frustración y terror, hasta que al final opere la completa disolución del yo en la niebla de la inconciencia. Desde un prisma muy unidimensional, la cinta quiere poner al espectador en estos trances y, dándose vueltas en lo mismo una y otra vez, cree conseguirlo intercambiado la identidad de quienes rodean al personaje. Un día la hija es Olivia Colman y después es Olivia Williams. Un día el yerno es Rufus Sewell y después será Mark Gattis. Un día la decoración del living es así y después asá. Okey, pueden ser recursos legítimos en las tablas. Pero, vaya, en la pantalla se muestran bien limitados. Concederles genialidad es un despropósito y equivale a confundir lo certero con lo simplón. Sería tranquilizador reducir el alzaheimer a no saber dónde estamos ni a quién tenemos al frente. El drama, el verdadero drama, que estas imágenes correctas aunque intercambiables ni siquiera sospechan, es que el problema va mucho más allá de estas perogrulladas.
El padre tiene algo de película-commodity. Tiene muchas ideas generales y poco cariño por los detalles. Quiere interpelar a muchos públicos, pero no se casa con ninguno. Parte de tópicos conocidos y arriba a verdades de cajón. Ciertamente no es la revelación de la temporada. Más bien es la película que, con el perdón de su protagonista, esta temporada convendría olvidar.
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