Columna de Héctor Soto: Por qué
INSATISFACCION Y DESCONTENTO. Mario Vargas Llosa plantea que lo que mueve al novelista a escribir es una profunda insatisfacción con la realidad. La ficción para él no es otra cosa que una manera que tienen los artistas de escapar de las miserias y restricciones de la vida, de imaginar realidades distintas de la nuestra y de soñar con mundos mejores y más plenos. Este sería el factor que a su juicio carga con una fuerte dosis de descontento el trabajo de todo escritor, porque obviamente la vida tal cual es no lo conforma ni satisface. Necesita ampliar esos horizontes con su imaginación, con realidades paralelas, con fugas inspiradas a espacios de libertad que no estén constreñidos por el aquí y el ahora. Al rechazar consciente o inconscientemente la realidad, además de ser un insatisfecho, el escritor también comparte -según Vargas Llosa- algunos rasgos con la figura del subversivo, básicamente porque quienes sueñan con otros mundos se vuelven peligrosos para el poder. Es interesante, por cierto, la mirada del artista como el gran descontento, como el gran aguafiestas, que tiene el autor de La ciudad y los perros. Desde luego en este tema hay muchos otros prismas. Cada artista trabaja con su propia teoría del arte. Proust, por ejemplo, creía que la función del artista era liberar las verdades que estaban ocultas en las experiencias y en las cosas, del mismo modo que Miguel Ángel sacaba, por así decirlo, La Pietá del interior del bloque de mármol en que esa escultura había estado durmiendo desde la noche de los tiempos. Es una linda idea, aunque desde luego puede ser muy engañosa si la asumimos literalmente.
EL PROBLEMA DEL SENTIDO. James Wood, ensayista literario y crítico del New Yorker, tiene otra visión, al menos para el caso específico de la literatura. Su explicación del interés que nos generan los libros, y que expuso en su ensayo Lo más parecido a la vida (Taurus, 2016), de algún modo vuelve a conectar la escritura, si no con la religión, al menos sí con la trascendencia. La novela, dice él, es una manera de responder a la pregunta más recurrente, simple y manida que nos hacemos desde niños. ¿Por qué? Sí, por qué. ¿Por qué la vida, por qué la muerte, por qué el dolor, por qué las catástrofes? ¿Qué sentido tiene todo esto? Confundidos como estamos en el tráfago incesante del presente y en los altibajos a menudo neuróticos de la experiencia diaria, Wood observa no sin una cuota de ironía que solo con la muerte nuestra vida adquiere en retrospectiva una narrativa, una línea de ejecución, que antes no pudimos ni estábamos en condiciones de ver. Bueno, dice él, eso es exactamente lo que hace el escritor en las novelas: mirar a uno o varios sujetes en perspectiva. Describir la epopeya, el calvario, la infamia o el absurdo que vivieron. Verlos en su experiencia cotidiana o anómala y mirarlos como ellos mismos nunca pudieron verse. Mirarlos, quizás, como Dios podría hacerlo. Sería más que nada por eso que la ficción nos cautiva. Las novelas ordenan, separan lo importante de lo trivial, lo que suma de lo que resta o de lo que solo hace bulto, y serían en cierto sentido formas de negociación con la muerte, es decir, con el destino, toda vez que eso que llamamos muerte, como cree Wood, sea lo que permite articular el relato de lo que fue una vida, el relato de lo que ya fue. Desde luego, no necesariamente la muerte tiene que hacerse presente en la trama. A veces no aparece ni de lejos. Una novela puede capturar solo instantes de la vida de su protagonista o de uno o más personajes. No importa. Pero la sensación de finitud, asociada a las oportunidades que pasan, a los sueños que se malogran, a los sentimientos que se trastocan, a las relaciones que se malogran, a que la vida no es eterna, todo eso es, por decirlo así, parte del paisaje de la novela. Sí, ahí está el porqué. Como los niños chicos, que vuelven a preguntar lo mismo cuando creemos haberles dado ya una respuesta, nosotros también no estamos haciendo una y otra vez la misma pregunta. Por qué. Por qué nos tocó lo que nos toca. Por qué el arte. Por qué la vida.
EL PROBLEMA DEL VACIO. No tan distinta, después de todo, era la aproximación al arte que tenía Andrei Tarkovski, el formidable cineasta ruso de La infancia de Iván, Stalker y El sacrificio, entre otras cintas. Pero él tenía una conexión con la trascendencia y la fe más jugada aún. De hecho, es tal vez el director que ha llevado más lejos en la pantalla la moderna sensación de vacío y confusión y es también el más comprometido con el imperativo de explicar, en la angustia de estos tiempos oscuros, el sentido de la vida y de la experiencia humana. Tarkovski, que murió a los 54 años en París en 1986, asumía que hay en el ser humano un vacío, un ansia, una orfandad o desamparo que solo el arte podía cubrir. El cineasta fue muy crítico del arte moderno y rechazaba su egocentrismo y frivolidad. Concebía a los artistas como verdaderos vasallos que debían sacrificarse, pagando los diezmos correspondientes, por los dones y talentos que les habían sido concedidos. Sin ese sacrificio, a juicio suyo, no había individualidad ni densidad artística posible. Podía haber consumo de obras, de novelas y películas, pero no un arte digno de ese nombre. Tarkovski fue un gran asceta y un artista frente al cual incluso figuras como Bergman pueden parecernos anecdóticas o superficiales. En realidad, se veía más como un pintor de iconos del medioevo que como un cineasta del siglo XX.